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miércoles, 23 de febrero de 2011

23F



Esta crónica no sé si es real o ficticia, tal vez sea una imprecisa mezcla de realidad y ficción. Recordar es reconstruir un espacio topológico discontinuo, donde quizá faltan piezas, donde quizá se inventan, quizá sean caprichosos algunos encajes. Eso no la hace falsa. Es cierta si es honesta.

Han pasado 30 años. Eso es mucho tiempo. Toda una vida. Yo he conocido vidas más cortas.

El cronista en aquella época daba clases de matemáticas. Después lo dejó, pero esa es otra historia. Aquel día de hace 30 años, a la hora que señalan todas las noticias, explicaba derivadas en COU, porque entonces todavía había COU. Seguramente estudiaban cómo economizar materiales cuando se construyen envases: superficie mínima para un volumen máximo. Era un ejemplo recurrente para mostrar la utilidad de las derivadas. No sé si habrían resuelto el problema (la respuesta es: el típico bote de tomate de 800 g) cuando poco después de las 6 1/2 de la tarde lo llamaron. Una urgencia, por favor. Abandonó unos instantes la clase, atendió el teléfono y le dijeron que algo estaba pasando, algo sucedía en el Congreso de los Diputados, no sabían bien qué, algo grave tal vez. Pero decidió terminar su clase: el cronista siempre pensó que la mejor respuesta a ciertas urgencias es no abandonar ni una sola de las rutinas diarias. Quien las abandona entrega la primera victoria a los que quieren cambiarnos la vida. A las 7 terminaba su trabajo y poco después de las 7 estaba en la calle.

Tal vez hubiera menos gente en la calle que otros días, pero tomó el metro como todos los días, tal vez hubiera menos gente en el metro, tal vez sea una impresión distorsionada por el paso del tiempo y, sobre todo, deformada por la propia noticia que le habían dado a medias, uno mira esperando señales. Desde luego, a esa hora el cronista no pensaba en un intento de golpe de estado. Si hubiera pensado en un golpe de estado probablemente habría sentido miedo. El miedo no era un sentimiento ajeno. Pero habría hecho lo mismo. El cronista recordaba otros momentos, había vivido otros momentos difíciles, como muchos otros españoles, otros ruidos de sables sobre las cabezas, otros momentos penosos en vida del dictador, tiempos en los que nadie podía estar seguro en su casa ni en la calle. Algunos tenían grabado el ruido del ascensor subiendo en la madrugada. Y momentos difíciles en los años de transición, tras la muerte del malo.

Cuando llegó a su casa ya supo que aquello era un intento de golpe de estado. Alguien que seguía las votaciones había visto imágenes con el fantoche del mostacho. Había noticias confusas, pero era un intento de golpe de estado. Había una radio que daba noticias, llegaban sonidos y voces del Congreso de los Diputados.

Aquél fue un día de cobardes. Las fuerzas de seguridad, ejército y guardia civil sobre todo, habían sido siempre en España una congregación de cobardes. Y a mayor graduación, mayor cobardía. Dispuestos a masacrar a los débiles y a los capaces, a la orden de poderosos y memos. Se alegraron los cobardes, que siempre necesitaron pistolas para cargarse de razones. Lo recuerdo especialmente hoy, porque hoy más que nunca vociferan los cobardes, también algunos cobardes que arrastran su cobardía desde entonces. Detrás de quien grita suele esconderse un cobarde, porque siempre grita tarde.

El cronista fumaba todavía -lo dejaría unos meses más tardes- y cuando llegó a su casa de Cuatro Caminos, tras subir un tramo de escaleras hasta el apartamento, llegó un poco agitado. Había allí dos amigos de entonces esperando. ¿Qué hacemos?, decían. Un respiro. ¿Qué hacemos? Creo recordar que ya habían destruido documentos. Uno de ellos después desempañaría un papel relevante en el sindicato y hoy parece que trata de ser diputado por el UPyD, un partido dirigido por un filósofo que se vanagloria de no saber nada de ciencia. En él puede uno ver el olvido del tiempo. El tiempo borra el perfil de los hechos, pareciera que no hubiera sucedido nada aquel día del 23F de 1981, hace 30 años.

No había que esconderse, era la hora de estar en la calle, de hacerse presentes si no queríamos tener que escondernos más tarde. No escondernos entonces para no tener que escondernos nunca. Y cada uno se marchó a su casa y a su barrio. Para estar en la calle.

¡Quieto todo el mundo! es una frase que resume bien a los sátrapas. Se trataba de que nos quedáramos todos quietos, de decretar el estado de quietud, es decir, el estado de sumisión. 40 años quietos, históricamente sumisos. Me recuerda aquella frase que trajo de vuelta a Fernando VII: ¡Vivan las cadenas! No sé por qué seguimos celebrando cada 2 de mayo. Entiendo que lo celebren algunos, como ahora celebrarían el 23F de haber triunfado, pero no entiendo que lo celebremos los españoles.

Hubo valientes, también hubo valientes: algunos periodistas, que no cerraron los micrófonos, y entre ellos Iñaki Gabilondo, los diputados, especialmente dos, Carrillo y Suárez, y un militar, ministro. Hoy es un día para valorar la dignidad de los políticos, aunque a muchos políticos estos días se nos hace difícil mirarlos con respeto. Estos son nuestros políticos porque estos somos nosotros, no hay más que ver la televisión, escuchar la radio o leer los periódicos, incluso leer las bitácoras, infinidad de bitácoras, que son basurero o actúan como moscas en basurero. Los políticos no son distintos de la sociedad que los cría. La grandeza de la política y la grandeza de los pueblos hay que medirlas en días como aquéllos.
Aquella noche El País sacó una edición especial en defensa de la libertad y la democracia, es decir, en defensa de la Constitución, esa especie de prostituta para algunos. Sólo El País. Lo compramos. Sacó otras ediciones al borde la madrugada. He olvidado cuánto costaba entonces el periódico. Aunque hay gente que paga con sangre el derecho a publicarlos.

Luego Diario 16. ABC, al día siguiente, celebrando la rendición y el fin de la pesadilla, aunque uno sospecha que también se habrían alegrado del éxito sedicioso.

No conviene olvidar los hechos, no conviene olvidar dónde estaba cada uno y dónde podríamos estar todos. Para entender hoy las palabras de cada uno. Para poner precio a lo que tenemos. Para distinguir, también, entre adversarios y enemigos. Y para constatar que todo depende de nosotros.

Dos días más tarde hubo una manifestación que colapsó Madrid. Eso sí fue una manifestación de 2 millones de españoles.

Tengo la impresión de que algunas cosas se quedaron en las horas de la larga noche aquélla. La reforma del ejército, por ejemplo, aunque luego pudo acometerse lentamente. Y, sobre todo, la reforma de la justicia. Esta justicia nuestra no es digna de una democracia.

No me gusta esta democracia nuestra, me parece insuficiente. Y en su insuficiencia está la raíz de muchos males que la crisis nos está arrojando a la cara. La corrupción surge de la ambición y la mezquindad humana y es fruto de la imperfección democrática.

No me gusta la democracia occidental, esta democracia burguesa, en general, no me gusta esta democracia que convierte en títeres del mercado y la especulación a nuestros gobernantes. Ya sé que la democracia burguesa es en realidad la dictadura de la burguesía (estos días de gobernanza de índices nos lo recuerdan con elocuencia), esa es su esencia. No me gusta esta democracia occidental que hace convivir el comercio con la ausencia de libertad y con la pobreza en el mundo. Me repugna que estas democracias nuestras contemporicen con Gadafi, por ejemplo, y organicen las de Afganistán e Irak.

No me gusta esta Constitución nuestra, está llena de defectos.

Pero son nuestras hijas, la democracia y la Constitución. Y este rey, que tampoco me gusta, también es hijo nuestro. Fueron duros el embarazo y el parto. El 23F fue un intento de la caverna para matarlos. Y a mis hijos los defiendo.

Hoy la caverna se llama de otra manera. Hay nuevos adalides y algunos siguen siendo los mismos. Es como si un blando y dúctil 23F se hubiera acabado instalando. Si gana la derecha y el neoliberalismo, el 23F habrá ganado.


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