
Esta mañana no hacía frío en Madrid, aunque hacía frío. Tampoco llovía, aunque llovía. Gaia se ha sacudido repetidamente en el vestíbulo y le he tenido que pasar su toalla para secarla. Luego se ha tumbado junto al radiador caliente. Hemos desayunado y he salido.
Podríamos decir que era un día desapacible, pero a mí me parecen los más hermosos días del otoño. Madrid nos regala unos bellísimos días grises cada otoño. Las aceras parecen espejos y el aire que respiramos hidrata los senos nasales. Chamberí, que siempre fue un barrio de gatos y palomas, apenas muestra hoy un par de perros apresurados del ramal de sus amos. Tres perros exactamente: dos de la raza pastor alemán cruzando Arapiles y otro labrador, que parece salido del anuncio de papel higiénico, por Donoso Cortés.
El metro parece una congregación de melancólicos.
Descubro, entonces, al hombre que toca la armónica. Me recuerda a M., cuando me contaba un viejo sueño infantil. La armónica en la boca del hombre suena como si hubiera dos bocas soplando. M. decía que no requería ese efecto una habilidad especial, que era como dos manos recorriendo el teclado del piano.M. nunca tuvo una armónica. Siendo niño quiso tener una armónica. En realidad, él hubiera querido tocar un instrumento musical y tenerlo a mano, y siempre soñó con un piano o una guitarra, pero le parecían caros, así que no pidió aprender a tocar el piano o la guitarra. ¿Por qué no lo intentaste con una flauta? El más torpe toca la flauta dulce. No pensó en la flauta, se le ocurrió la armónica, pero tampoco le hubieran comprado la flauta. A él le hubiera gustado hacer ese doble sonido, como si dos bocas recorrieran al tiempo las cánulas de la armónica. Un día fue con su vecino hasta su padre y le mostró el folleto de venta por correspondencia, donde había una foto de una armónica junto a su estuche rojo. Pero su padre dijo que no podían comprarla. Era la hora de después de la siesta de un verano muy largo. No podemos comprarla, dijo su padre, sin mirarla. Él quiso que la viera, pero sólo repitió la negativa. No, dijo. No. No es una palabra muy corta con un filo muy largo.
Entonces, cuando se quedaba solo, aprendió a modular el silbido. Silbando podía inventar o repetir melodías.
Ahora es viejo. A su silbo le pasa como a la voz, que se ha ido marchitando y ya no suena de la misma manera. Antes lo confundían con pájaros, no con un pájaro, sino con diferentes pájaros, lo confundían con una flauta. Mezclaba su silbo con sinfonías y parecía que la sinfonía tuviera en su partitura un silbo, como tenía un violín o una trompa. Si lo hacía con cuidado, nadie advertía que estuviera silbando cuando mezclaba su silbo con las músicas de la televisión o la radio.
Nunca aprendió inglés, pero le gusta Bob Dylan, seguramente por la armónica. Hay dos canciones que hoy todavía repite silbando: Blowing in de wind y Hurricane. Tengo la impresión que, de no silbar, podría haber sido profeta.
Monumento al silbo, La Gomera
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