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lunes, 30 de marzo de 2020

Covid-19 y las pequeñas cosas




Y las pequeñas cosas. O no tan pequeñas. Porque pasan desapercibidas o porque forman parte de la rutina. Respirar, por ejemplo. Abrir los ojos y ver, que no todo el mundo puede hacerlo. Asomarse a la ventana y ver amanecer. Cortar una rebanada de pan y tostarlo. Hay quien no puede cortar una rebanada de pan, porque carece de pan y de medios para adquirirlo. Beber agua del grifo. Escuchar el pío de un gorrión o el arrullo persistente de la tórtola (aquí hay tórtolas, que me hacen pensar en Federico García Lorca, y en su amor y en su muerte). Tocar las cosas o imaginar que se tocan porque están lejos o son inalcanzables. Tener imaginación, cerrar los ojos y gozar de ella. Las pequeñas rebeldías que te despierta un poema de León Felipe cuando te habla de los cuentos con que te duermen y te gobiernan. Y las pequeñas batallas a las que te anima también León Felipe cuando recuerda el grito estentóreo del español, el del grumete o el de Alonso Quijano, y tú dices: el grito ahora tiene que ser “basta”, y gritas Basta, pensando en poner tu pecho mañana, cuando puedas salir a la calle, vencido el bicho, frente a los cuentos, frente al relato, frente a la injusticia, frente a los carroñeros de traje y corbata.
Hoy hace días que se fue Gaia. Cada día hace días. Se marchó el 20 de enero del año pasado, y todos los días hacen días de su marcha. Después de casi 15 años. La mejor compañía que nunca he tenido. Pero lo decidió ella y hay que respetarlo. Estaba cansada. No sé si de mí o de la sociedad injusta que convierte a un perro en un chucho, o de todos un poco. Decimos chucho de un perro como decimos panchito de un sudamericano, negro de un subsahariano o mena de un menor solo y abandonado. Palabras para convertir en despreciable aquello que nos debería resultar cercano. El caso es que se marchó. Pero está aquí. Los amigos nunca se acaban de ir.
La luz de cada día, más que los fogonazos.
Damos importancia a lo que no es importante y a quienes carecen de importancia. Cosas y gentes insignificantes. Productos para el mercado. Cosas y gentes que están ahí y se exponen para venderse, sólo para venderse, pero carecen de importancia. Sólo es importante aquello que no precisa de un mercado para ofrecerse. Cuando nos vayamos, como se fue Gaia, no los echaremos en falta, ni ellos nos echarán en falta. Importa lo que echaremos en falta y quienes nos echarán en falta. El agua, la luz, el aire, están ahí, podemos tomarlos a préstamo y disfrutarlos. Los afectos. Los cuidados. El amor. El calor de la vida, la vida.
El cuidado de lo pequeño. Ahora que algunos quieren llenar los espacios de banderas a media asta y de monumentos. Mejor astiles para el campo que mástiles para las plazas.
...me encontraréis ligero de equipaje, casi desnudo...”. En realidad, desnudo. Todos nacemos desnudos y nos marchamos desnudos, aunque nos vistan con los ropajes de la mortaja para disimular que ya no regresaremos de ese último viaje.
Los programas de la televisión. Con personajes que no dejan de ser morralla. Pero que seguimos viendo como si tuviera importancia. El covid-19 debería vacunarnos contra lo que carece de importancia. Si no aprovechamos el covid-19 para vacunarnos contra la irrelevancia, apenas habrán servido de nada estas semanas de confinamiento y lucha contra la pandemia. La pandemia habrá vencido, porque la pandemia no es el covid-19, sino nuestras miserables conciencias y la basura.
Hemos llenado el mundo de basura. No sólo de plásticos que asfixian los mares. No sólo de residuos que contaminan atmósfera, aguas, montes y prados. De la basura de la crueldad, de la mentira, de la injusticia, de la barbarie,... De relatos. El relato sustituye la realidad como la publicidad sustituye a los productos anunciados. Esconde una economía predadora, extractivista y especuladora, pero no nos importa, porque nos llena los escaparates de cosas que podemos comprarnos, cosas, sólo cosas. Esconde la mano de obra barata y explotada que apenas subsiste tras las prendas que compramos. La deslocalización es un acto cruel e inhumano, que el covid-19 nos arroja a la cara hoy que necesitamos mascarillas y trajes que ya no fabricamos, porque eso eran tareas de otros inferiores a nosotros.
El mundo es un gran mercado. En el mercado todo cabe. Lo que no cabe es la vida. No cabe el ser humano. El capitalismo es un sistema que deshumaniza. No le interesan los seres humanos. De ahí el mensaje de Dan Patrick, el vicegobernador de Texas: eres viejo, ya no nos sirves, puedes morirte, haz el favor de morirte para dejar hueco al que es útil y nos sirve. O como decía Boris Johnson, el primer ministro británico: primero el mercado, después la vida de las personas. Con una trampa dialéctica que en realidad es una falacia: sin economía no hay personas. No, sin personas no hay nada, y una sola persona despreciada o marginada, una sola vida perdida es un fracaso y es una tragedia, y es el fin de la civilización y del ser humano.
Gaia me dio más en un sólo minuto de su vida de lo que me darían en cien vidas Dan Patrick o Boris Johnson. O Casado o Abascal, ignorantes e insensibles. Todos personajes menores e insignificantes. Importantes, por los minutos de televisión que les regalamos. Bastaría apagar los televisores y desaparecerían de nuestras vidas como por ensalmo.
Las pequeñas cosas. Un abrazo es una cosa pequeña. O una palabra de apoyo, de comprensión o de ánimo.
Y digamos basta si toca decir basta. ¡Basta!

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