Y las pequeñas cosas. O no tan
pequeñas. Porque pasan desapercibidas o porque forman parte de la
rutina. Respirar, por ejemplo. Abrir los ojos y ver, que no todo el
mundo puede hacerlo. Asomarse a la ventana y ver amanecer. Cortar una
rebanada de pan y tostarlo. Hay quien no puede cortar una rebanada de
pan, porque carece de pan y de medios para adquirirlo. Beber agua del
grifo. Escuchar el pío de un gorrión o el arrullo persistente de la
tórtola (aquí hay tórtolas, que me hacen pensar en Federico García
Lorca, y en su amor y en su muerte). Tocar las cosas o imaginar que
se tocan porque están lejos o son inalcanzables. Tener imaginación,
cerrar los ojos y gozar de ella. Las pequeñas rebeldías que te
despierta un poema de León Felipe cuando te habla de los cuentos con
que te duermen y te gobiernan. Y las pequeñas batallas a las que te
anima también León Felipe cuando recuerda el grito estentóreo del
español, el del grumete o el de Alonso Quijano, y tú dices: el
grito ahora tiene que ser “basta”, y gritas Basta, pensando en
poner tu pecho mañana, cuando puedas salir a la calle, vencido el
bicho, frente a los cuentos, frente al relato, frente a la
injusticia, frente a los carroñeros de traje y corbata.
Hoy hace días que se fue Gaia. Cada
día hace días. Se marchó el 20 de enero del año pasado, y todos
los días hacen días de su marcha. Después de casi 15 años. La
mejor compañía que nunca he tenido. Pero lo decidió ella y hay que
respetarlo. Estaba cansada. No sé si de mí o de la sociedad injusta
que convierte a un perro en un chucho, o de todos un poco. Decimos
chucho de un perro como decimos panchito de un sudamericano, negro de
un subsahariano o mena de un menor solo y abandonado. Palabras para
convertir en despreciable aquello que nos debería resultar cercano.
El caso es que se marchó. Pero está aquí. Los amigos nunca se
acaban de ir.
La luz de cada día, más que los
fogonazos.
Damos importancia a lo que no es
importante y a quienes carecen de importancia. Cosas y gentes
insignificantes. Productos para el mercado. Cosas y gentes que están
ahí y se exponen para venderse, sólo para venderse, pero carecen de
importancia. Sólo es importante aquello que no precisa de un mercado
para ofrecerse. Cuando nos vayamos, como se fue Gaia, no los
echaremos en falta, ni ellos nos echarán en falta. Importa lo que
echaremos en falta y quienes nos echarán en falta. El agua, la luz,
el aire, están ahí, podemos tomarlos a préstamo y disfrutarlos.
Los afectos. Los cuidados. El amor. El calor de la vida, la vida.
El cuidado de lo pequeño. Ahora que
algunos quieren llenar los espacios de banderas a media asta y de
monumentos. Mejor astiles para el campo que mástiles para las
plazas.
“...me encontraréis ligero de
equipaje, casi desnudo...”. En realidad, desnudo. Todos nacemos
desnudos y nos marchamos desnudos, aunque nos vistan con los ropajes
de la mortaja para disimular que ya no regresaremos de ese último
viaje.
Los programas de la televisión. Con
personajes que no dejan de ser morralla. Pero que seguimos viendo
como si tuviera importancia. El covid-19 debería vacunarnos contra
lo que carece de importancia. Si no aprovechamos el covid-19 para
vacunarnos contra la irrelevancia, apenas habrán servido de nada
estas semanas de confinamiento y lucha contra la pandemia. La
pandemia habrá vencido, porque la pandemia no es el covid-19, sino
nuestras miserables conciencias y la basura.
Hemos llenado el mundo de basura. No
sólo de plásticos que asfixian los mares. No sólo de residuos que
contaminan atmósfera, aguas, montes y prados. De la basura de la
crueldad, de la mentira, de la injusticia, de la barbarie,... De
relatos. El relato sustituye la realidad como la publicidad sustituye
a los productos anunciados. Esconde una economía predadora,
extractivista y especuladora, pero no nos importa, porque nos llena
los escaparates de cosas que podemos comprarnos, cosas, sólo cosas.
Esconde la mano de obra barata y explotada que apenas subsiste tras
las prendas que compramos. La deslocalización es un acto cruel e
inhumano, que el covid-19 nos arroja a la cara hoy que necesitamos
mascarillas y trajes que ya no fabricamos, porque eso eran tareas de
otros inferiores a nosotros.
El mundo es un gran mercado. En el
mercado todo cabe. Lo que no cabe es la vida. No cabe el ser humano.
El capitalismo es un sistema que deshumaniza. No le interesan los
seres humanos. De ahí el mensaje de Dan Patrick, el vicegobernador
de Texas: eres viejo, ya no nos sirves, puedes morirte, haz el favor
de morirte para dejar hueco al que es útil y nos sirve. O como decía
Boris Johnson, el primer ministro británico: primero el mercado,
después la vida de las personas. Con una trampa dialéctica que en
realidad es una falacia: sin economía no hay personas. No, sin
personas no hay nada, y una sola persona despreciada o marginada, una
sola vida perdida es un fracaso y es una tragedia, y es el fin de la
civilización y del ser humano.
Gaia me dio más en un sólo minuto
de su vida de lo que me darían en cien vidas Dan Patrick o Boris
Johnson. O Casado o Abascal, ignorantes e insensibles. Todos
personajes menores e insignificantes. Importantes, por los minutos de
televisión que les regalamos. Bastaría apagar los televisores y
desaparecerían de nuestras vidas como por ensalmo.
Las pequeñas cosas. Un abrazo es
una cosa pequeña. O una palabra de apoyo, de comprensión o de
ánimo.
Y digamos basta si toca decir basta. ¡Basta!
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