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lunes, 16 de abril de 2012

Cazadores y matarifes



En los pueblos, la gente siempre mantuvo con la muerte una relación natural. Era un hecho, como el amanecer, como la primavera, y como tal se tomaba. La gente fallecía en sus casas, allí se les amortajaba y se les velaba y desde allí salían para el cementerio. Yo descubrí la muerte con tres o cuatro años, cuando, en un ejercicio de curiosidad infantil, me asomé a una ventana abierta y observé el cuerpo rígido de un hombre sobre lo que parecía ser una alfombra o un sudario abierto. La gente lloraba la muerte de sus deudos y lloraba la muerte de la vaca que les daba la leche o del mulo que los ayudaba en su trabajo. De hecho había un cementerio de animales como había un cementerio para los seres humanos. Los seres humanos tenían su ceremonia de despedida porque tenían dios e iglesia y los animales, incluso en los pueblos, carecían de esas cosas. Pero, aun sin ceremonia, a los animales se les tenía respeto. Eran cómplices o compañeros de una forma de vida, en la que resultaban imprescindibles.

Recuerdo a mi padre cogiendo la escopeta para salir de caza. Dependiendo de la época del año, traía un par de liebres o unas perdices. Incluso, una vez, aprovechando la niebla de la mañana, logró cazar una avutarda y otra, un sisón, aves que hoy sólo se ven ya en los manuales. Con la avutarda había carne para una semana, o más, porque su tamaño es, más o menos, el de un pavo. Con el sisón, que no es mayor que una gallina, para dos o tres días, para una semana si se estiraba. Y daban para hacer caldo y arroces o patatas durante una quincena. Mi padre cazaba para alimentar a la familia. En aquella época las proteínas tenían, fundamentalmente, origen vegetal.

En las casas se criaba un cerdo, que siempre se sacrificaba a finales de año (san Martín es el 11 de noviembre, de ahí el refrán), gallinas, tal vez conejos. Las gallinas envejecían en las casas porque estaban allí por los huevos. Los huevos eran alimento inmediato o proteína en ciernes, si se incubaban en primavera y eclosionaban un montón de pollitos al principio del verano.

Cada cierto tiempo, se mataba un pollo adulto. En las casas no había sitio para más de un gallo. Yo mismo, siendo niño todavía, he matado pollos con mis manos. Era una orden natural: mata un pollo. Y lo matabas como lo habías visto hacer a tus padres. Y te familiarizabas con la muerte de los animales como antes te había familiarizado con la de tus semejantes. Matar un pollo es fácil, por eso era uno de los primeros ejercicios. Después aprendías a matar un conejo, que necesitaba un golpe certero, o una paloma. La muerte tenía que ser rápida, para no hacer sufrir innecesariamente a los animales. No hay ninguna muerte fulminante, todas producen dolor y sufrimiento. Por eso la muerte de los cerdos se encomendaba a los matarifes, que partían el corazón de un golpe certero.

La caza como entretenimiento llegó a los pueblos de la mano de amos y señoritos. Y luego del negocio. Hoy hay, incluso, granjas de codornices que se sueltan unos días antes de que lleguen al campo los cazadores aficionados de las ciudades. La cultura de la muerte tiene otro significado en las ciudades. La muerte, en las ciudades, es muchas veces, como el golf, un entretenimiento.

El ejercicio del rey estos días en Botswana tiene mucho que ver con el entretenimiento de amos y señoritos o con la diversión de sus antepasados en los bosques de la Casa de Campo o el Monte del Pardo. Lo de Botswana es, al parecer, un negocio de blancos, aunque sea un país de negros. Los negocios, en general, son cosa de blancos occidentales.

¿Por qué protesta la gente en París?, preguntó María Antonieta pocos días antes del asalto a la Bastilla. Porque no hay pan y tienen hambre, contestó alguien. ¿Y por qué no comen pasteles?, repuso ella. Supongo que Juan Carlos I no pretenderá que coman elefante los que hoy tienen graves dificultades. Y supongo que no ha leído Los Santos Inocentes, de Miguel Delibes, donde Azarías sabe qué hacer cuando los señoritos se olvidan de la gente. Azarías seguramente había visto morir antes a pollos y conejos; incluso, es posible que los matara él con sus propias manos. Pero no pudo soportar la muerte gratuita de su milana bonita. La muerte de la milana bonita era un acto de desprecio. Para Azarías, una simple cuerda cumple la misma función que un kalashnikov en manos de un desesperado.

NOTA:
De acuerdo con la nueva legislación que el gobierno pretende aprobar, esta entrada podría ser constitutiva de un delito de incitación a la revuelta, castigada con dos años de cárcel. ¿Permitirá Azarías la aprobación de esta modificación del Código Penal?

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