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viernes, 5 de noviembre de 2010

Un libro y su destino



Mujer libro, Salvador Dalí



Se suele decir o circula la opinión de que los libros tienen que ver con la soledad. Los libros conviven con las personas solas y rescatan de la soledad a los solitarios. No es verdad. Los libros no son como las botellas de güisqui. Están hecho con el mejor malta, pero ni te entretienen ni te distraen, no te evaden, sobre todo, aunque también te entretengan y te distraigan, te acercan al mundo, a la realidad, a las cosas, a ti mismo, a los que amas. Desde luego no te emborrachan ni son causa de cirrosis. Con un libro todo se entiende un poco mejor. Un libro es un liberador de cargas. Con un libro aprendes a estremecerte. Con un libro se aprende el significado de las palabras. El de la palabra libertad, por ejemplo. Claro que también hay libros malos como hay güisquis pésimos, pero de éstos no hablamos, hablamos de los libros, es decir, de los que surgen del compromiso del escritor con la vida y consigo mismo.
Los libros tienen que ver con el amor, son como los amigos y como los amantes, quizá son amigos y amantes. Tienen que ver con las botellas del mejor vino, cuando las miras, las descorchas, aspiras el aroma de las plantas que se tradujeron, desde la vid o el alcornoque hasta esa botella, pones un poco en la copa y lo examinas, vuelves a oler el espíritu, el mensaje implícito, finalmente lo pruebas, ahhhhhhhhhhh, y te relajas: lo vas bebiendo poco a poco, te dura... no se sabe, un día o una semana, lo disfrutas. Lo disfrutas más si lo bebes en compañía. Aunque no hace falta tener compañía para disfrutar de un buen vino.
Yo no suelo leer los libros en compañía, al modo que comparto una botella de vino; es más, prefiero leerlos solo, me aíslo para leerlos, aunque tenga gente alrededor. En el metro, por ejemplo, son refugio contra las voces y los ruidos. Nos defienden de la mala gente y de los malos escritores. No hay mal escritor que no quede retratado por los libros. Son nuestro mejor antídoto contra el veneno de la ignorancia.
Suelo asociarlos inadvertidamente a un nombre propio. Veo un libro y suelo pensar en una persona: en una hija, por ejemplo, en una amigo o una amiga, en alguien a quien quieres, porque ellos los leerían, porque comparten con ese libro algo de su espíritu aventurero, algo del dulce abismo de las páginas, la vida es una aventura hermosísima e inacabable. Por eso se abre una herida si compras un libro pensando en alguien, para regalárselo a alguien y resulta que no puedes entregárselo. Compras un libro pensando en alguien y se te queda entre las manos, como un trasto inútil, como un estorbo. Pero es un libro. No es la novia o el novio abandonado a la puerta de la iglesia, es algo peor, es el nasciturus condenado a quedarse a las puertas de la vida. Un libro que no se lee no existe ni existe el ser humano que no pudo ser lector del libro a él destinado. Es una maldición y una tragedia compartidas.

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