Jo Berry y Pat Magee
A la muerte de Franco, este bloguero andaba por Melilla haciendo el servicio militar. Un día nos llevaron a realizar ejercicios de tiro a Rostrogordo. No era la primera vez que disparaba un fusil. Ni sería la última. También dispararía una pistola, un subfusil, una ametralladora, un mortero y un cañón sin retroceso. Pero sí fue la primera vez en que el bloguero tomó consciencia. Las dianas eran unas siluetas blancas, perfiladas con negro, que se situaban a 50, 100 y 200 metros. Apuntar, apretar el gatillo, disparar. Es fácil. Hay que ser muy torpe para no acertar en el blanco. Salvo que imagines que el blanco podría ser un ser humano. En el fondo, piensas, es un adiestramiento para disparar luego a seres humanos. Entonces entiendes ciertos eufemismos, como “blanco” y “bajas”. No se habla de muertos, se habla de bajas. Se habla de enemigo. Y te sudan las manos y tiemblas de miedo, no porque imagines que en el otro lado podría haber otro fusil apuntándote, sino porque la bala, la que tú disparas, ese pequeño proyectil, que con su impacto hace un agujero en el blanco, podría estar haciendo un agujero en la piel de alguien semejante. Aquello está diseñado para agujerear a la gente, piensas. Te imaginas matando. Y descubres que, con ese ejercicio, se devalúa el ejercicio de matar y se devalúan todas las muertes, es decir, se devalúan todas las vidas, ninguna vida es importante. Hay un momento en el que el hombre decide despreciar la vida de otros hombres en nombre de no se sabe qué razones. O sin razones, que no se sabe qué es peor.
Recuerdo ahora las preguntas que hacíamos en la entrada anterior a quienes estuvieron en los pelotones de fusilamiento y a quienes apretaron un día el gatillo a sangre fría para reventar la cabeza de un ser humano. Ante esta anécdota, nos repetimos las preguntas. Éstas: 1. La muerte, ¿es un forma de hacer justicia? ¿Qué repara? 2. ¿Qué piensan los ejecutantes antes, durante y después de apretar el gatillo? ¿Qué piensan hoy, si viven todavía? ¿Piensan? Para quien mata o tortura ninguna vida tiene importancia. En ningún sentido. Ni en cuanto a su significado básico (por eso se la arrebata) ni en cuanto a las pequeñas rutinas diarias que suponen vivir, porque tienen que ver con la libertad. La libertad para él no pasa de ser una palabra. La vida, otra palabra. Quien mata o tortura sólo puede ser funcionario. Es posible que tenga pareja, tendrá padres, hermanos, puede que lo consideren una persona afectiva y que se comporte como si lo fuera, es posible que trate bien a su perro, si lo tiene, pero no es de fiar. Quien siente tanto desprecio -o quien siente tan poco aprecio- por la vida como para arrebatarla no es de fiar. Cualquier día el arma puede volverse contra su pareja, contra sus padres o hermanos, contra su perro. Yoyes y Pertur podrían decir algo al respecto. La vida es el último bien que protege la libertad. La pregunta es: ¿hasta cuándo una sociedad puede permitirse que una vida no tenga importancia? ¿Durante cuánto tiempo y con qué razones una sociedad adormece sus conciencias?
Me contaron una vez que el humo de la pólvora tiene un efecto enardecedor y el de la grifa, euforizante. No lo sé. Ni he disparado desde una trinchera ni he fumado esa hierba. Sin embargo, los legionarios que combatían contra el Frente Polisario a principios de los 70 en el Sahara disponían de suministro abundante de cáñamo. Quizás hay un punto en el que la conciencia se borra, tiene que haberlo, y en ese punto el ser humano que abates sólo es un blanco(1) en el campo de tiro de Rostrogordo.
Jay Allen fue un periodista americano que actuó como corresponsal para diversos medios e informó de la Guerra Civil Española y la II Guerra Mundial. Cuando se produjo el fracasado golpe de estado del 18 de julio de 1936 estaba en Torremolinos. Tras diversos avatares, consiguió entrevistar a Franco, en exclusiva, en Tetuán, el 27 de julio. Paul Preston(2) trascribe el artículo que Jay Allen publicaría en Chicago Tribune, y dice: “Al preguntarle cuánto tiempo continuarían las matanzas tras el fallido golpe de Estado, Franco respondió: «No puede haber ni compromiso ni tregua. Continuaré preparando mi avance hacia Madrid. Avanzaré. Tomaré la capital. Salvaré a España del marxismo cueste lo que cueste… Pronto, muy pronto, mis tropas habrán pacificado el país y todo esto habrá sido sólo una pesadilla». Cuando Allen inquirió: «¿Significa esto que tendrá que matar a media España?», Franco, sonriendo, respondió: «He dicho cueste lo que cueste»”. Paul Allen publicaría luego un reportaje en el mismo periódico titulado Slaughter of 4000 at Badajoz. City of horrors, es decir, Matanza de 4000 en Badajoz, ciudad de los horrores.
El 20 de enero de 1969 moría Enrique Ruano(3), detenido tres días antes por repartir propaganda política, estudiante de derecho, en el trascurso del registro de una vivienda en Príncipe de Vergara, de Madrid. Al día siguiente, ABC publicaba una crónica calificándolo de suicidio. De hecho el cuerpo había caído por la ventana para estrellarse en el patio interior. Hay pruebas de que fue torturado y asesinado durante el interrogatorio. En el registro de su domicilio, encontraron un diario que fue usado para montar la hipótesis del suicidio. Manuel Jiménez Quílez, director general de prensa en el Ministerio que dirigía Manuel Fraga Iribarne, fue el encargado de urdir la patraña. Llamaron a ABC, dirigido por Torcuato Luca de Tena, y encargaron al periodista-policía Alfredo Semprún el reportaje del suicidio. Un editorial ABC del 22 de enero decía: “Enrique Ruano, de cuyo suicidio dimos cuenta en nuestro número de ayer, ha sido en efecto, una víctima, pero no de la Policía, sino de quienes le arrastraron fuera de la ley por haber utilizado para la acción subversiva a un pobre muchacho, tocado de una clara y típica psicopatía, convirtiéndolo en un desarraigado, lo cual le llevó a consumar su triste propósito suicida”.
Manuel Fraga llamaría al padre de Enrique Ruano para amenazarlo y que así dejara de protestar. Fraga le recordó que “tenía otra hija de la que ocuparse”.
Los policías que lo asesinaron fueron luego condecorados e, incluso, tuvieron destinos importantes tras la transición, en los gobiernos de Felipe González.
Sin embargo, no fueron sus asesinos los únicos que lo mataron. Intervinieron periodistas, el director de un periódico, jueces, fiscales, forenses, políticos para manipular y reescribir los hechos, y destruir también su memoria.
Jo Berry era hija de sir Anthony Berry, miembro del parlamento británico y del partido conservador inglés, asesinado por el IRA en el atentado del Grand Hotel de Brighton, en 1984. Pat Magee fue el militante del IRA que colocó esa bomba. Pasó 13 años en la cárcel y salió amnistiado por el Acuerdo de Paz de Viernes Santo, de 1999.
Admiradora de Gandhi, Jo Berry se propuso superar el odio y comprender. El encuentro fortuito en Londres con un irlandés que había perdido a su hermano en un control del ejército británico le ayudó a ponerse en el lugar de los irlandeses de Belfast. Cuando supo que Magee estaba libre, quiso conocerlo. Y se encontraron en el año 2000. Después de unas horas de tensión, Magee abandonó los argumentos políticos que estaba usando para explicar sus razones y, de repente, dijo: “Me gustaría escuchar su dolor y su ira. ¿Qué puedo hacer para ayudarla?” Y hablaron durante una hora más. Desde entonces participan juntos en cualquier iniciativa por la paz en Irlanda o cualquier otro sitio del mundo.
Cuando le preguntan por el arrepentimiento o el perdón, dice Jo Berry:
“...Perdón es una palabra difícil. (…) El perdón es un viaje. Pero no tengo nada que perdonar. Yo no entré en este proceso para cambiar a Pat. Para mí no se trata de perdón sino de conocimiento. A veces, después de escuchar la historia de Pat, creo que he comprendido con tanta claridad su vida que no queda nada que perdonar y que, de haberla vivido, yo habría hecho las mismas elecciones que él. Todos somos seres humanos involucrados. Yo también estoy involucrada en el conflicto al formar parte de un país que no escuchaba y diabolizaba al otro”.
Y dice Pat sobre su pasado en el IRA:
“Yo no soy pacifista, pienso que en la situación en la que estábamos no teníamos otra opción que la que elegimos, pero hoy es distinto, ahora podemos construir. Dediqué casi 30 años de mi vida a esa lucha, 17 de ellos en la cárcel, que para nosotros era otro frente de lucha. Estoy encantado de haber salido de este conflicto, de tener otras opciones ahora. Y sí, creo que el conflicto armado abrió estas posibilidades, lo defiendo. Es muy duro decir esto al lado de Jo. En el otro extremo está el lado humano del conflicto. Ahora estoy en eso”.
Luis Antonio González Pacheco, alias “Billy el Niño”, policía estrella de la BPS, que ahora rondará los 65 años, solía decir a sus torturados de Sol: “No es nada personal, yo no tengo nada contra ti. Sólo es mi trabajo. Si mandaran los tuyos, yo haría para ti este mismo trabajo, e interrogaría a los otros”. Esto no tiene nada que ver con las palabras de Jo Berry cuando dice que ella habría hecho las mismas cosas de Pat de haber vivido su vida. Sólo es la degradación que de la vida hacen los miserables, la extensión de la abyección como tinta de calamar.
El día que supe que ETA había matado a Melitón Manzanas no sentí repudio alguno, lo entendí. Era su segundo asesinato, 1968. Melitón Manzanas era el jefe de la BPS en San Sebastián, conocido por su especial saña en las torturas e interrogatorios. No sé si llegué a alegrarme, pero lo entendí. Hubo mucha gente que brindó de alivio.
El día que asesinaron a Carrero Blanco, en 1973, estaba en el hospital, reponiéndome de una operación de sinusitis del día anterior. Me llamaron por la mañana, un rato después del atentado. Mi amigo pasaba por la zona a esa hora todas las mañana, camino de la Escuela de Navales. Me dijo: ha pasado algo, un atentado. Y supe que había muerto Carrero Blanco. Y pedí el alta voluntaria. No me la querían dar, no estaba bien todavía, pero insistí, quería celebrarlo, aquella muerte sí quería celebrarla. De una forma ingenua, tal vez, viendo Chacal, que entonces la ponían en el Palacio de la Música, de Gran Vía. Los cines estaban cerrados, España estaba de luto. En las primeras páginas de los periódicos ponían la fotografía del ogro. Después, cuando he visto la película sobre el atentado -Operación Ogro-, he sentido ese tonto regocijo de quien ve héroes en los protagonistas. Y los protagonistas eran de ETA. Nunca fui etarra ni estuve cerca de ellos, pero entiendo. Hubo mucha gente, en España y en el exilio, que lo celebraron con cava.
Hace muchos años leí un libro de historia de España escrito por un hispanista francés. Se titulaba así: Historia de España. No recuerdo el nombre del autor ni recuerdo la editorial, pero tengo su imagen nítida en mi memoria. Es uno de esos libros que alguien te quita de tus estantes y no lo vuelves a ver nunca jamás. Lo compré porque me llamó la atención su enfoque a base de parejas de personajes. La época actual la llamaba: José Antonio y García Lorca, es decir, interpreto yo, la barbarie y la cultura, las pistolas y la poesía. Antonio Machado había formulado la dicotomía de otra manera.
(1) Un blanco o un puto etarra, un moro de mierda o qué sé yo, cualquier apelativo que nos salve de caer en la sentina y de considerarnos vulgares asesinos, miserables, sin principios. Eso es, lo primero es acabar con ellos con las palabras: en lugar de nombre, basta un insulto o un eufemismo.
(2) Amenazados, ametrallados e inspirados: Corresponsales extranjeros en la Guerra Civil Española, Paul Preston, Centro Virtual Cervantes.
(3) La luz crepuscular, Joaquín Leguina, Alfaguara.

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