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domingo, 27 de febrero de 2011

Velázquez, Piedad y Gaia



Hace muchos años que no veo a Piedad. Muchos. Y la echo de menos. Echo de menos, sobre todo, los ojos con los que miraba las cosas. Pero le perdí la pista. A través de sus ojos aprendí a mirar con los míos a Velázquez, por ejemplo, a mirar la pintura sin los complejos del ignorante. Mirar un cuadro como quien mira un paisaje ordinario, contempla el horizonte o se estremece con un atardecer único en un día único junto a personas amadas. O solo. Hay un no sé qué mágico que el mundo cuenta cuando uno lo observa solo.

Aprendí a mirar la pintura como un organismo, como algo vivo, donde no es posible la muerte, aunque en ocasiones retrate la decadencia y la muerte. No es que un cuadro detenga el tiempo, sino que lo traspasa para proponernos un mundo nuevo en cada momento. Un cuadro no congela una emoción o un hecho, sino que lo captura para entragárnoslo y hacerlo nuestro. Nos propone un paisaje, siempre propone un paisaje, a veces un paisaje interno.

No hace falta ir al Prado o al Thyssen para contemplar un cuadro. Cada picosegundo la naturaleza nos ofrece un cuadro. Cada picosegundo hay algo que cambia, una brizna de hierba, el aleteo de una mariposa, y deja en nuestra retina una foto distinta, como si cada instante fuera distinto el mundo, porque es distinto el mundo cada picosegundo. Nosotros también somos distintos cada picosegundo. Si cerramos los ojos y miramos hacia adentro tampoco hace falta ir al Prado.

Piedad pintaba abstracto. Así que sólo pintaba paisajes internos. A veces trágicos y a veces serenos. Mirándolos leías su alma. Y en eso se parecía a Velázquez, porque Velázquez también muestra los paisajes internos. Incluso el suyo, en las Meninas, por ejemplo. En las Meninas yo entiendo la decadencia de un mundo. Mirad a las niñas, la ausencia del rey y la reina, apenas un reflejo al fondo, meros espectadores, meros espectadores de un mundo que tal vez no entienden.

Cuando uno sale a pasear con Gaia en un día tan espléndido como hoy, da para pensar en muchas cosas. En Piedad y en Velázquez, por ejemplo. En un mundo que no entendemos. En algunos amigos que se pierden en la vorágine del tiempo.

Hay un amigo al que se le está muriendo su padre. Quizá ya se la haya muerto. Para estos trances siempre se está solo. Y, sin embargo, puede uno sentir la compañía del universo. No sé cómo acaban los abrazos haciendo su cómplice camino. Hechos así nos enseñan que hemos venido para estar solos pero no abandonados. Quizá la amistad sea el hecho más solidario de todos. Espero que mi amigo no se sienta solo y que sienta la paz que tratan de transmitirle sus amigos.

Hace dos años una amiga perdió a su hijo. De repente. En un mes una enfermedad cruel se lo había arrebatado. Para esto no estamos preparados. Estamos preparados para perder a nuestros padres y para despedirnos de nuestros hijos, pero no estamos preparados para perder a nuestros hijos. No forma parte del plan de vida perder a nuestros hijos. El mundo se organizó para que nuestros hijos nos sobrevivieran. Y en este trance nada puede consolarnos.

Nos comportamos como si fuéramos eternos en un mundo en el que todo es efímero. Nosotros somos efímeros. La nada es eterna. Qué ingenuos. Venimos de la nada y a la nada volvemos. Quizá la nada sea el estado perfecto. No sé si esto está en Las Meninas, posiblemente lo sugiera con el espejo del fondo. La nada está hecha del material de lo eterno.

Si apareciese Piedad con su paleta en la mano, el mundo sería más llevadero.

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