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viernes, 11 de febrero de 2011

Pasión por Renoir

Autorretrato

Camille Monet leyendo



Bañista rubia



Bañista peinándose


Cebollas


Manzanas en un frutero



Muchacha con abanico



Palco en el teatro




Yo no sé nada de pintura. Ni de música. No sé nada de casi nada, pero especialmente de pintura y música, aunque me resultaría difícil vivir sin ellas. No podría entender nada del mundo sin estas dos maneras de mirarlo e interpretarlo. Un pintor y un músico tienen un modo especial de observar el mundo. Y, sobre todo, tienen una manera especial de contarnos el resultado de su mirada. Con colores y sonidos, dos elementos que no están en los objetos, pero que ellos extraen y evidencian. Inventan lenguajes que enriquecen el mío, que es el de todos, y me permiten considerar de otra manera las palabras. Verde o azul no son lo mismo tras ver un cuadro. Ni el sonido del viento es lo mismo tras un nocturno de Chopin, por ejemplo. Si piensas en ello, verde, azul o viento te estremecen.

Por lo tanto, nunca hablaré de pintura ni música, sino de las emociones que me producen. En realidad, como no sé de nada, no hablo de las cosas, sólo hablo de las emociones que las cosas me producen.

El miércoles estuve viendo la exposición de Renoir en el Prado. Pasión por Renoir se llama. Muy adecuado. A punto de finalizar el plazo. Me la recordó mi hija el martes. Padre, se acaba, cierran el domingo, 13 de febrero. Compró las entradas por internet el mismo martes, comimos por el centro, y bajamos por San Jerónimo hasta el Prado. Sí, Gallardón se ha empeñado en llenar las aceras de Madrid de un feo granito artificial, al tiempo que arranca sin miramientos el granito natural de la Castellana. Gallardón será recordado como el peor alcalde de Madrid en toda su historia, aunque de esto podríamos hablar otro día. La boina negra sobre Madrid pesa, ciertamente pesa.


Entras por la puerta de Velázquez y subes hasta el primer piso. Después bajaremos, porque yo siempre tengo que entretenerme en Velázquez, especialmente en las Meninas, y mi hija necesita ver El Bosco, principalmente el Jardín de las Delicias, una obra inclasificable, que seguramente no quemaron los inquisidores por estar realizada en un tríptico plegable, porque El Bosco era holandés y porque a Felipe II se le ocurrió la feliz idea de comprarla.

Son 30 cuadros más o menos, dispuestos en dos o tres salas, de una colección privada. Sterling and Francine Clark Art Institute, Massachusetts, USA. No hay mucha gente.

Lo primero es una autorretrato, donde el bigote se le mete entre los dientes: oculta la boca, pero centra y resalta los ojos, luminosos y brillantes. Otros retratos, y uno de Camille Monet, que parece una composición de cojines, almohadones y abanicos en el que Camille se pierde, se difumina su rostro pequeño, porque el resto de su cuerpo desaparece en la mímesis del cuadro. Le pregunto a mi hija si sabe de alguna controversia entre Renoir y Monet, de alguna inquina hacia Camille, para borrarla de ese modo tan cruel, pero ella no sabe nada. Enseguida hay un paisaje, un atardecer, donde no aparece el sol, pero el sol está presente, lo busco, se nota la suave calidez, la extensión de la luz sobre las nubes deshilachadas, es un atardecer tornasolado, como solo pueden producirse a finales del invierno. No hay sol definitivamente, aunque está presente.

Hay un paseo marítimo y hay luego una marina con barcos, con un viento enloquecido porque las velas de las naos se orientan sin ningún sentido. Hay unas cebollas y hay un bodegón, unas manzanas recogidas en un frutero de cerámica, que podría ser de Talavera. No hay sensación de naturaleza muerta. En el paseo marítimo, los carros, los caballos y la gente se mueven inusitadamente, y de la marina se percibe el silbido suave el viento.

Hay muchachas: una bañista rubia, una bañista de espaldas secándose el pelo, una con abanico, vestida de azul, con sombrero, dos escribiendo una carta, otra leyendo, dos también leyendo, dos en un palco del teatro, éstas desganadas, quizás en un entreacto o en el descanso. Voy deprisa de una cuadro a otro y regreso, y miro de nuevo, observo. Otra vez. Me pregunto pero no sé qué me pregunto, hay algo que veo pero no veo. Dice mi hija: ¿te has fijado en sus ojos? Se refería a los ojos de la muchacha con el abanico. Me doy cuenta de que ocupan el cuadro entero, son su centro, como eran el centro los ojos del pintor en el autorretrato. Brillan en medio del apagado contexto. Son el centro también los ojos de la muchacha de azul en el palco, de la bañista rubia. Incluso son el centro de la bañista secándose, aunque está de espaldas, uno siente su inquieto desasosiego cayendo hacia abajo por la columna vertebral desde la raíz del cuello, siente sus ojos nerviosos. Los ojos, sólo los ojos de todos, incluso cuando no se ven porque se esconden, están pintados como lo harían los clásicos, Velázquez, por ejemplo, con el pincel pequeño, muy lentamente, con precisión, como si estuviera Renoir reconstruyendo con ello el universo. Y uno siente, también, la presencia de los ojos suyos, uno ve con él, ve como él, como si hiciera míos sus ojos, y por eso nada me parece muerto, nada está muerto, por eso se oye el viento y puedo sentir el calor del sol aunque esté oculto. Miren hacia donde miren los personajes, ahí están sus ojos. Hasta los ojos perdidos de Camille.

Cuando salgo tengo la sensación de que Renoir es el pintor de los ojos. Y que con los ojos también se puede construir un universo.

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