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jueves, 27 de enero de 2011

En el metro




Cuando tomo estas notas es viernes. Hace frío en Madrid. Voy en el metro, por un tramo descubierto de la línea 10 que atraviesa La Casa de Campo. Es media mañana. Los rayos de sol hinchen el aire como si traspasaran el hielo. Voy de pie. En la estación anterior la gente se ha abalanzado sobre los asientos, como cáfila de hambrientos sobre una provisión de alimentos. A mi derecha una muchacha lee un periódico gratuito. ¿O debería decir prensa publicitaria? Se trata de Qué, del grupo Vocento, los mismos que editan ABC o El Correo, por ejemplo, o emiten a través de Punto Radio o La 10 TV.
Pasa ante nosotros un indigente. Ahora utilizamos palabras inocuas. Describimos las cosas, pero evitamos que nos manchen; al fin y al cabo, sólo son daños colaterales. La crisis, como las guerras, producen daños colaterales. Cuando yo era pequeño decíamos pobre de pedir. Y refiriéndonos a una forma de vestir como la suya decíamos pordiosero. Eran palabras o locuciones que nombraban y contenían imágenes. El hombre repite: por favor, por favor, por favor,... como una letanía infinita, al tiempo que agita un vasito de plástico en su mano izquierda con unas monedas. Camina arrastrando su pierna izquierda, ayudándose de una muleta mostrenca. Hay teatro, una evidente exageración en su reclamo. Es posible que esté vendiendo lástima. Si es así, debería mejorar su mercadotecnia.
No le doy limosna. Nunca doy limosna a los que piden. No porque no me conmueva la indigencia, me conmueve, pero no doy limosna.
Fue en 1978. Vivíamos en España las consecuencias de la primera gran crisis del petróleo. El IPC había superado el 25% y el índice de desempleo sobre población activa superaba el 20%. Entonces no había ningún tipo de protección social. Por lo tanto mucha gente vivía en situación límite. Salíamos de una reunión, íbamos tres personas, y un hombre como éste del metro, aunque sin su parafernalia, se acercó a nosotros y nos pidió una ayuda, no sé si una ayuda o una limosna, entonces todavía se pedía una limosna. Yo busqué una moneda en mi bolsillo, pero S.S.M. se interpuso, extendió su mano, sujetó la mía y me dijo, mirando al hombre: No, que no pida, que exija. Y luego: ese hombre no necesita una limosna, sino que se haga justicia.
S.S.M. murió hace cuatro años. Últimamente se me va muriendo todo el mundo.
Desde aquella lección de S.S.M. no he dado limosna. La justicia no se suplica, se exige o se toma. No doy limosna, pero siempre me queda la conciencia intranquila.
Recuerdo una anécdota de hace dos o tres navidades. Por los detalles, debería ser un día del entorno del día de reyes. Hablaba con una amiga de estos mismos temas. Hace dos o tres años ya había bastante desempleo y se hacía evidente la presencia en la calle de los excluidos. Ella había comprado un roscón y, al salir, se encontró con un mendigo. Ella no dijo mendigo, dijo que había encontrado en la puerta a una persona pidiendo. Nuestra conversación la hacía sentirse impotente. Y acabó diciendo: parece que no pudiéramos hacer nada aunque quisiéramos, y, sin embargo, siempre podemos hacer mucho. Los políticos gestionan intereses, pero nosotros gestionamos voluntades, nuestra voluntad y nuestra determinación por cambiar las cosas. ¿Cómo se puede entender que no cambien las cosas? Podía haberle regalado el roscón al mendigo, por ejemplo, y no le he hecho: ¿debo sentirme mal?
En aquella ocasión solté mi perorata. Le dije:
¿Darle tu roscón al mendigo? ¿Eso acaba con el mendigo o lo perpetúa? ¿Tú has puesto ahí al mendigo o lo han puesto Botín, Wall Street y sus acólitos y cómplices? ¿O lo han puesto Zapatero y los sindicatos? ¿O lo puesto el sistema que defienden Botín y Wall Street, y gestiona Zapatero? ¿Qué parte de tu salario es el valor de un roscón y qué parte de los ingresos de Botín representan 1000 roscones, por ejemplo? ¿Por qué no puede el sistema repartir tu trabajo y mi trabajo con el mendigo? Por ejemplo. Sin que eso suponga menoscabo de medios ni dignidad. El sistema parece que discrimina, pero, en realidad, nos condena a todos: a unos a la exclusión y a otros a dedicar el 90% de la vida al trabajo, que no es redención sino condena, que no sirve para restablecer la dignidad de las personas ni la justicia.
En el fondo nos conformamos con esto que tenemos. Se conforma el excluido y se conforma el que trabaja, y en gestionar esa conformidad se emplean los sindicatos. Y los políticos, todos los políticos. Pareciera que no hubiera alternativas al sistema. No me refiero a unos parches o a otros parches, a 426 euros o 350 o 777, ni a jubilarse a los 65, a los 63 o a los 67. Hablo de alternativas al sistema. No digo si esta partida presupuestaria ha de ir aquí o allá. Hablo de otro presupuesto e, incluso, de cambiar de nombre el presupuesto. Quizás eso significase cambiarnos a nosotros y ese sea nuestro auténtico miedo.
Hoy, como otros días, el periódico gratuito viene cubierto con un díptico publicitario. En este caso las cuatro páginas del díptico las acapara el diario Público anunciando unos DVD de esos que venden con su periódico. Pienso: un principio elemental de la publicidad es dirigirse a su público potencial. O sea, colijo, que el lector potencial de Público es el mismo que el de ABC o Qué. Me sorprende la conclusión pero no me extraña. Este periódico lo mismo anuncia a bombo y platillo el congreso de refundación de IU o las propuestas de Cayo Lara, que promociona a la Cope, la cadena de los obispos, haciéndose eco de las rencillas en la sección de deportes de Cadena Ser. La Sexta y la Cope comparten últimamente profesionales. No sé si eso es un signo de independencia informativa o la prueba de que todo vale por los intereses de Mediapro, el grupo que está detrás de La Sexta y Público. Qué curiosas alianzas. Uno piensa en los principios que sustentan a cada periódico, y piensa que, en realidad, los medios han acabado perdiendo los principios. El poder de los mercados, oh, el dios de los mercados, es inmenso.

Siempre llevo un bolso colgado del hombro. Un libro, uno de los libros que leo en ese momento, un lápiz, un bolígrafo, las llaves, unos auriculares, los teléfonos, tengo dos teléfonos, y unas hojas dobladas en forma de octavilla es lo que siempre llevo dentro. En esas octavillas garrapateo a lápiz estos comentarios. Ahora, una semana más tarde, los estoy copiando. Hay alguna palabra que no entiendo. La próxima vez no dejaré tanto tiempo las octavillas en un rincón de la mesa.

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