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jueves, 6 de enero de 2011

2011 con Gaia





A Gaia le gustan las pasas. Y la fruta. La mandarina o el plátano, por ejemplo. Y el chocolate. Y el turrón. Yo creo que le gusta cualquier cosa que me ve comer. Lo que es bueno para los humanos ha de ser bueno para ella, debe pensar, que pertenece a una especie que mantiene un pacto de convivencia con los humanos desde hace 40.000 años. Evito, sin embargo, los azúcares, parece que los perros tienen tendencia a la diabetes. Y no le gustan los petardos. En absoluto. Huiría despavorida si no tuviera donde refugiarse. Y estos días han abundado los petardos. No los fuegos artificiales, sino los petardos, esos estallidos secos y violentos que perturban el aire y agreden los tímpanos como punzones. Algunos se divierten de esa manera. O encuentran en el ruido un medio para evidenciar su presencia. El anodino se refugia en el grupo para sentirse fuerte o recurre a los petardos.
Así que Gaia me busca, se echa sobre mis piernas y se refugia, necesita sentirse protegida. Hay algo en su ADN que convierte en terror el ruido de los estallidos. Me pregunto si el ADN de los cánidos sea sabio.
Con lo que cuesta mantener a Gaia vive una familia en Somalia. Es una cuenta sencilla. Yo cumplo mi parte del pacto de hace 40.000 años, es barato. El derroche del que participo, sólo en envases innecesarios, por ejemplo, en la sociedad en la que vivo daría para mantener a centenares de perros. O a centenares de familias somalíes. Económicamente, una familia somalí es como un perro. Aunque la familia somalí no ha sido condenada al hambre por el gasto en Gaia, sino por el derroche. Para derrochar es preciso que otros pasen hambre. El hambre no es un fallo o un desajuste del sistema, sino parte de su engranaje, el moderno diezmo que se cobra nuestra riqueza de occidente. Gaia es una obligación que contribuye a mantener el equilibrio y la paz biológica en el mundo en que vivimos. Como no torturar a los animales. La familia somalí debería ser una obligación para hacer de este mundo un sitio justo, pleno y digno.
De esto seguramente también me di cuenta al final del año pasado pero ya se me había olvidado. Olvidamos lo que nos molesta o lo que, en el fondo, no interfiere en nuestras vidas. De momento. Con Gaia tengo un vínculo emocional pero ya no causa emoción el hambre. La fotografía de la injusticia se ha hecho tan habitual que nos ha hecho insensibles. Debería causarnos horror como a Gaia le causan espanto los petardos. Una injusticia debería ser como un millar de petardos estallando en nuestras conciencias. Pero es una noticia más en medio de otro montón de noticias.
Y en lugar de combatir el hambre en Somalia, Somalia es un ejemplo, les enviamos fragatas. Porque el expolio de sus mares y la injusticia en sus territorios genera piratas.
En el mejor de los casos, enviamos un donativo, nos hacemos de MSF o compramos un libro o un bolígrafo solidarios. Esto era para Haití o para que niños desamparados tengan su juguete con los Reyes Magos. La realidad es en Haití persiste el desastre de hace un año y los niños del juguete siguen jugando en el fango de sus barrios abandonados.
Nos hemos vuelto limosneros. No sentamos a un pobre a nuestra mesa pero financiamos ONG y tenemos gestos de arrebato solidario cuando compramos un bolígrafo o una participación de lotería con recargo. Las ONG no arreglan el mundo, lo reparan para ir tirando.

Hemos olvidado que nuestro corazón es rebelde, que nacimos rebeldes, que en nuestro ADN está la rebeldía ante la injusticia como está el pavor ante los petardos en el ADN de Gaia. La educación y el sistema nos han adocenado, nos han integrado, nos han hecho dóciles, nos han aborregado. Se ha perdido cualquier impulso revolucionario, en el sentido de transformación profunda de la sociedad injusta en que vivimos, la palabra revolución es una palabra maldita, peligrosa, incluso. Ya no buscamos las causas, apenas ponemos parches en los desaguisados. Ya no pensamos.

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