A Gaia le gustan las pasas. Y la
fruta. La mandarina o el plátano, por ejemplo. Y el chocolate. Y el
turrón. Yo creo que le gusta cualquier cosa que me ve comer. Lo que
es bueno para los humanos ha de ser bueno para ella, debe pensar, que
pertenece a una especie que mantiene un pacto de convivencia con los
humanos desde hace 40.000 años. Evito, sin embargo, los azúcares,
parece que los perros tienen tendencia a la diabetes. Y no le gustan
los petardos. En absoluto. Huiría despavorida si no tuviera donde
refugiarse. Y estos días han abundado los petardos. No los fuegos
artificiales, sino los petardos, esos estallidos secos y violentos
que perturban el aire y agreden los tímpanos como punzones. Algunos
se divierten de esa manera. O encuentran en el ruido un medio para
evidenciar su presencia. El anodino se refugia en el grupo para
sentirse fuerte o recurre a los petardos.
Así que Gaia me busca, se echa
sobre mis piernas y se refugia, necesita sentirse protegida. Hay algo
en su ADN que convierte en terror el ruido de los estallidos. Me
pregunto si el ADN de los cánidos sea sabio.
Con lo que cuesta mantener a Gaia
vive una familia en Somalia. Es una cuenta sencilla. Yo cumplo mi
parte del pacto de hace 40.000 años, es barato. El derroche del que
participo, sólo en envases innecesarios, por ejemplo, en la sociedad
en la que vivo daría para mantener a centenares de perros. O a
centenares de familias somalíes. Económicamente, una familia somalí
es como un perro. Aunque la familia somalí no ha sido condenada al
hambre por el gasto en Gaia, sino por el derroche. Para derrochar es
preciso que otros pasen hambre. El hambre no es un fallo o un
desajuste del sistema, sino parte de su engranaje, el moderno diezmo
que se cobra nuestra riqueza de occidente. Gaia es una obligación
que contribuye a mantener el equilibrio y la paz biológica en el
mundo en que vivimos. Como no torturar a los animales. La familia
somalí debería ser una obligación para hacer de este mundo un
sitio justo, pleno y digno.
De esto seguramente también me di
cuenta al final del año pasado pero ya se me había olvidado.
Olvidamos lo que nos molesta o lo que, en el fondo, no interfiere en
nuestras vidas. De momento. Con Gaia tengo un vínculo emocional pero
ya no causa emoción el hambre. La fotografía de la injusticia se ha
hecho tan habitual que nos ha hecho insensibles. Debería causarnos
horror como a Gaia le causan espanto los petardos. Una injusticia
debería ser como un millar de petardos estallando en nuestras
conciencias. Pero es una noticia más en medio de otro montón de
noticias.
Y en lugar de combatir el hambre en
Somalia, Somalia es un ejemplo, les enviamos fragatas. Porque el
expolio de sus mares y la injusticia en sus territorios genera
piratas.
En el mejor de los casos, enviamos
un donativo, nos hacemos de MSF o compramos un libro o un bolígrafo
solidarios. Esto era para Haití o para que niños desamparados
tengan su juguete con los Reyes Magos. La realidad es en Haití
persiste el desastre de hace un año y los niños del juguete siguen
jugando en el fango de sus barrios abandonados.
Nos hemos vuelto limosneros. No
sentamos a un pobre a nuestra mesa pero financiamos ONG y tenemos
gestos de arrebato solidario cuando compramos un bolígrafo o una
participación de lotería con recargo. Las ONG no arreglan el mundo,
lo reparan para ir tirando.
Hemos olvidado que nuestro corazón
es rebelde, que nacimos rebeldes, que en nuestro ADN está la
rebeldía ante la injusticia como está el pavor ante los petardos en
el ADN de Gaia. La educación y el sistema nos han adocenado, nos han
integrado, nos han hecho dóciles, nos han aborregado. Se ha perdido
cualquier impulso revolucionario, en el sentido de transformación
profunda de la sociedad injusta en que vivimos, la palabra revolución
es una palabra maldita, peligrosa, incluso. Ya no buscamos las
causas, apenas ponemos parches en los desaguisados. Ya no pensamos.

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