Una
hamburguesa Whopper, 2’99 €; 2 Whopper más refresco mediano,
5,99 €; Menú Long Chicken, 4,99 €, y Menú Mediano doble
cheeseburger, 4,99 €. La promoción es válida hasta el
17/02/2010, en los establecimientos de San Bernardo, 122, y Plaza de
Santa Bárbara, 7.
Esta
es la oferta de la octavilla negra de Burger King, con festón dorado
y blanco, que reparte un joven de exquisita apariencia, ligeramente
apagado, como salido del apartado de una biblioteca o el fondo
editorial de una librería vieja. Creo que él ha llegado a su tarea
al tiempo que yo salía de la boca del metro. Hay algo en él que
llama mi atención: no sé si es su apariencia frágil, su figura
exprimida, como limón o naranja ya sin zumo, su mirada lánguida e
infértil o su dedicación a la tarea. Por eso no me he puesto a leer
mientras esperaba, sino a observarlo. Quizá sea su pantalón negro y
su camisa negra, la sonrisa helada. Viendo su sonrisa, me pregunto si
somos hijos de las estaciones o se hacen las estaciones a partir de
nosotros. Por el sol, por la temperatura del aire, podría ser hoy
primavera u otoño. Sé que es otoño por la sonrisa del joven, que
pareciera temer un frío que no está, pero aguarda a la vuelta de la
esquina.
Si
tuviera que hacer una foto de Madrid esta mañana de sábado, la
haría de la Glorieta de Quevedo. Y como es una fotografía y mis
ojos abarcan lo que abarcan, no más que el espacio recortado de un
cuadro o la ventana de un objetivo, me limitaría al rincón y al
horizonte del sur, el chaflán de Gilgo, que antes era cristalería y
tienda de regalos de porcelana Lladró, frente al metro, entre
Fuencarral y San Bernardo, y las primeras baldosas de estas calles.
Aquí
es donde tengo esta mañana las imágenes y los personajes moviéndose
como hormigas vertiginosas y atareadas. Y aquí es donde está el
joven que reparte la propaganda. Y otro joven, sentado en el suelo,
embutido en un plumas azul y blanco, entre la puerta de Gilgo y San
Bernardo, extendiendo un cestillo y gritando: “Una ayuda, para un
bocadillo; un ayuda, para un bocadillo”, repetidamente, una y otra
vez, incansable, con la voz ronca, cansina y atropellada. Y con poco
éxito, la verdad, quizá porque aquí lleva años y la gente del
barrio lo observa como parte del paisaje, como la estatua del centro
de la plaza o la baranda metálica que separa la acera de la calzada.
En
la foto también cabría una señora menuda, que ha cruzado San
Bernardo desde Arapiles con su diminuto caniche blanco. No sé si
sale al paseo por las urgencias del perro o por el cigarrillo que
enciende con ansiedad. Tal vez sea por el perro, porque descienden
por San Bernardo, al borde de los alcorques, donde se detiene el
perro olisqueando y ella da un par de caladas.
Cabrían,
también, dos controladoras de la O.R.A., con sus chaquetas
fluorescentes y su armamento de máquinas emisoras de multas. Caben,
porque hoy parecen inofensivas, porque sonríen, porque una salta
como una niña pequeña y agita el brazo a alguien del otro lado, por
Arapiles imagino, porque se miran ambas y se sonríen de nuevo.
Cabría
un patinador nervioso que atraviesa el espacio esquivando al
repartidor de propaganda, a los que salen del metro y de Gilgo, a las
controladoras, a los que cruzan desde Fuencarral, y se lanza, a la
carrera, hacia Carrefour express, pero no entra, sino que gira,
Fuencarral abajo, hasta que desaparecer.
Cabría
también el niño que corre hacia la controladora que antes agitaba
el brazo, seguido por quien parece ser el padre, que llega tras él y
explica quién sabe qué azarosas circunstancias.
Cabe
de nuevo el propagandista, que recoge del suelo la hoja que alguien
tirara y la une al montón del reparto, que sonríe y se encoge de
hombros cada vez que alguien no coge su hoja.
Debería
caber también el frío pero no sé como atrapar el frío a través
del objetivo de una cámara. O quizá sí. ¿No es el frío una mueca
del tiempo, la mueca de esta mañana?
Bueno,
y cabe mi hija que llega y me besa.
Y
ya no cabe nada. Porque nos vamos por San Bernardo, hasta Las Hoces
del Duratón, a ver qué menú tienen este sábado.
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