De arriba abajo y de izquierda a derecha: Gabriel Cisneros, José-Pedro Pérez Llorca, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, Miquel Roca y Junyent, Manuel Fraga Iribarne, Gregorio Peces Barba, Jordi Solé Turá
No
puedo recordar la fecha. Tuvo que ser, por la sucesión de
acontecimientos posteriores, por septiembre de 1978. El acuerdo sobre
la Constitución estaba cerrado. Los padres de la Carta, que entonces
no eran padres ni nada, sólo parlamentarios de unas cortes
constituyentes, entre los que estaba Jordi Solé Tura, en
representación del PCE, o del PSUC, que venían a ser más o menos
lo mismo, habían cerrado los últimos flecos. El brillo de las
espadas estaba todavía sobre las cabezas de todos. Vigilaban los
militares franquistas.
El
PCE había alquilado un local en la calle Orense, de Madrid, frente
al Meliá, más o menos. Era un negocio de hostelería y las mesas y
sillas se habían amontonado para dejar el local diáfano. Habría
400, 500 personas, quizá más, apretados, como piojos en costura,
militantes de base del PCE, los que buenamente pudieron acudir tras
una convocatoria apresurada. De Madrid capital y toda la provincia. Y
todo el comité ejecutivo del PCE, con Santiago Carrillo a la cabeza.
Semana
a semana, desde la constitución de la mesa de los siete, a las
organizaciones de base del PCE habían ido llegando resúmenes,
borradores, propuestas,… el debate vivo de la comisión para el
debate, a su vez, de los militantes. Lo del estado social y
democrático y de derecho del artículo primero, la aconfesionalidad
del estado, la erradicación de la pena de muerte, lo de las
autonomías, un follón de los que hoy se llamaría de corta y pega,
la libertad de expresión,… la modernidad, en suma, la salida de la
caverna.
Pero
había algo que era otra cosa. Por la carga emocional. Había llegado
a los debates como lo demás, pero era otra cosa. El PCE era un
partido republicano y la bandera que reconocía para España era la
tricolor de la II República, mientras la Constitución consagraba
España como Monarquía Parlamentaria (art.1.3) y adoptaba la bandera
roja y amarilla como la bandera del estado (art.4.1). El PCE era un
partido legalizado, había participado en la elaboración del texto
de un modo especialmente activo, tenía en el Congreso de los
Diputados una presencia importante y pretendía seguir siendo un
partido del sistema. Santiago Carrillo hizo la primera exposición,
es decir, la defensa del texto constitucional y, especialmente, de la
necesidad, que no era derrota sino conquista, de respaldar la forma
de estado y su bandera. Si esa bandera era nuestra, tan nuestra como
de todos, dejaría de serlo de banderías, de reductos.
Y
se sucedieron las intervenciones. Intervino quien quiso y como quiso.
Quizá hubo alguna intervención preparada de antemano. O más de
una. El viejo tic manipulador de asambleas, tan fértil en años
pasados. Hasta que intervino ella. No la recuerdo bien, no podría
describirla ni repetir sus palabras, pero guardo un registro vivo,
como si la tuviera a unos metros. Era menuda, de mediana edad se dice
ahora, seguramente 50 años. Defendió a la república derrotada,
lloró por la esperanza arrumbada y reivindicó a los muertos y a los
perseguidos, los encarcelados, los torturados, los de su familia y
los que nunca conoció. No dijo nombres pero muchos pensamos en
nombres. Con un lenguaje sencillo. Habló de la bandera que había
sido símbolo del sacrificio de su familia, de su padre muerto y de
su madre anciana. Por su tono, por la reivindicación de la historia,
creímos que defendería el voto negativo. Yo pensé que defendería
el voto en contra de la Constitución. Hubiera entendido su oposición
desde su dolor. Sin embargo, en medio del llanto, habló de su voto
por esa constitución, en nombre de la reconciliación de todos los
españoles, de un proyecto común en paz, de un futuro para sus
hijos.
Hubo
un silencio. Nadie más habló durante un rato. Cuando se reanudó el
debate, ninguna intervención fue igual.
Para
no perder la perspectiva, el 24 de enero, un año antes, sólo un año
antes, se asesinaban a los abogados laboralistas de la calle Atocha.
En su propio despacho. El sábado santo se legalizaba al PCE y el 15
de junio se celebraban las elecciones a cortes constituyentes, las
primeras democráticas.
Esto
era más o menos lo que me rondaba en la cabeza estos días primeros
de diciembre y ese era el tenor de lo que quería escribir. Hasta que
me cayó como una losa la muerte de Solé Tura. Y la mezquindad de
quienes, por un instante, ante el cadáver, quisieron apropiarse de
él. Los que lo persiguieron o sus cómplices, la derecha, por
supuesto, con sus afirmaciones grandilocuentes de funeral. Y los
mismos, también, la izquierda, que lo expulsaron, que hicieron del
sitio en el que militó un rincón invivible, ajeno al debate y a la
reflexión, trinchera de garbanceros y estalinistas o herederos del
estalinismo.
Solé
Tura no fue un luchador antifranquista. Aunque eso han escrito de él
sus antiguos camaradas o compañeros. Quienes dicen esto hoy no han
entendido nada de la historia de España ni de la historia de la
izquierda. O son de los agazapados de los tiempos duros de entonces y
hablan de oídas. Solé Tura fue un luchador por la libertad, por la
democracia, por los derechos de las personas. Que no es lo mismo. Por
eso puso en riesgo su vida y su libertad; reitero: su vida y su
libertad. Y enfrente estaba la dictadura, claro. Por eso pudo, luego,
sentarse en la misma mesa y debatir con otros que, años atrás,
habrían firmado o consentido la firma de su fusilamiento.
Lo
vengo pensando hace tiempo y esto me ha servido de constatación:
vivimos tiempos de nada y de nadie. Tiempos de mediocridad, de
oportunismo, de ceguera, de ausencia de reflexión, de extravío
intelectual, colectivo e individual. Los hijos de la transición
devenidos en hijos de Belén Esteban. Tiempo de intereses y de
supervivencia mezquina. La distancia que hay, por ejemplo, entre
Santiago Carrillo y el secretario general actual del PCE (por cierto,
¿cómo se llama?), la distancia que hay entre las primeras mujeres
de IU y la nueva hornada grisácea, la que concitó la
descalificación de Elvira Lindo, por ejemplo, por un artículo suyo
en El País (11/11/09), no muy preciso y afortunado, seguramente,
pero que esbozaba el desierto que es la izquierda española actual,
la izquierda en general. Escombros. Denme media Elvira Lindo, por
favor, antes que cualquier personajillo de estos encabalgado en la
nada.
La
Constitución de 1978 es un proyecto agotado. Sobra el título VIII,
la concepción del Senado es poco menos que estrafalaria, la
preeminencia del varón sobre la mujer en la sucesión no es sólo
discriminatoria sino de suyo inconstitucional,… Y están las
reformas sobrevenidas por la incorporación de España a la Unión
Europea y la legislación emanada de su parlamento.
Necesitamos
su reforma. Acaso la elaboración de otra nueva Constitución. Con urgencia.
España
no es la de 1978. Yo, desde luego, no soy el mismo, aunque piense
sustancialmente lo mismo, ni reconozco a nadie de los que veo en
ninguna vieja fotografía. Y no estoy muy seguro de cuál sea la de
2010 o la de 2011. ¿Federal? ¿Federal con Portugal? ¿Alguien duda
de que el anacronismo de Gibraltar, por ejemplo, acabará
desapareciendo? ¿Y Ceuta y Melilla? ¿Cuánto pueden durar estos
esperpentos territoriales?
Un
español de 1978 era a un europeo lo que un maliense a un español
actual. Casi. Más o menos. Un joven español actual se mezcla y se
confunde con cualquier europeo. ¿Alguien cree que se mantendrán
durante muchos años las naciones-estado actuales?
Sin
embargo, la transición es un proyecto inacabado, que no ha tocado,
por ejemplo, a la justicia, en manos de la derecha más rancia. Ni ha
restituido la justicia histórica. Ni ha abierto una causa general
contra el franquismo. Reconciliación no es injusticia; ni siquiera
el perdón, es decir, el olvido, es injusticia. Podemos perdonar,
alcanzar la reconciliación, pero nunca consolidar la injusticia. La
justicia, como la libertad, son bienes irrenunciables.
Y
luego están las urgencias y las amenazas globales, que tampoco
estaban en 1978: el terrorismo, el cambio climático. Y el
agotamiento de un sistema global, germen de nuestra propia extinción
como especie.
Pero
cómo abordar la reforma con esta tropa.
Se
nos mueren los que escribieron aquella Carta y no somos capaces de
engendrar otros siete con la misma capacidad de inventiva y acuerdo.
Mejor dicho: no es fácil imaginar un consenso tan amplio como aquél
para diseñar el nuevo horizonte que precisamos. Quizá porque
estamos muy ocupados en repartirnos los despojos del pasado, o en
llenarlo de naftalina. Quizá porque lo que está en entredicho hoy
es el modelo y el sistema. Quizá porque el zumo de esta sociedad es
un zumo miserable, sin perspectiva histórica. Quizá porque esto es
lo que hay, es lo que, en realidad, hubo, aunque pareció haber otra
cosa. Aunque de una cosa estoy seguro: aquella mujer generosa hoy no
es posible. No, en esta sociedad de inútiles y petimetres.
Viva
la Constitución. Y que nadie me la toque.
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