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viernes, 11 de diciembre de 2009

31 años después


De arriba abajo y de izquierda a derecha: Gabriel Cisneros, José-Pedro Pérez Llorca, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, Miquel Roca y Junyent, Manuel Fraga Iribarne, Gregorio Peces Barba, Jordi Solé Turá



No puedo recordar la fecha. Tuvo que ser, por la sucesión de acontecimientos posteriores, por septiembre de 1978. El acuerdo sobre la Constitución estaba cerrado. Los padres de la Carta, que entonces no eran padres ni nada, sólo parlamentarios de unas cortes constituyentes, entre los que estaba Jordi Solé Tura, en representación del PCE, o del PSUC, que venían a ser más o menos lo mismo, habían cerrado los últimos flecos. El brillo de las espadas estaba todavía sobre las cabezas de todos. Vigilaban los militares franquistas.
El PCE había alquilado un local en la calle Orense, de Madrid, frente al Meliá, más o menos. Era un negocio de hostelería y las mesas y sillas se habían amontonado para dejar el local diáfano. Habría 400, 500 personas, quizá más, apretados, como piojos en costura, militantes de base del PCE, los que buenamente pudieron acudir tras una convocatoria apresurada. De Madrid capital y toda la provincia. Y todo el comité ejecutivo del PCE, con Santiago Carrillo a la cabeza.
Semana a semana, desde la constitución de la mesa de los siete, a las organizaciones de base del PCE habían ido llegando resúmenes, borradores, propuestas,… el debate vivo de la comisión para el debate, a su vez, de los militantes. Lo del estado social y democrático y de derecho del artículo primero, la aconfesionalidad del estado, la erradicación de la pena de muerte, lo de las autonomías, un follón de los que hoy se llamaría de corta y pega, la libertad de expresión,… la modernidad, en suma, la salida de la caverna.
Pero había algo que era otra cosa. Por la carga emocional. Había llegado a los debates como lo demás, pero era otra cosa. El PCE era un partido republicano y la bandera que reconocía para España era la tricolor de la II República, mientras la Constitución consagraba España como Monarquía Parlamentaria (art.1.3) y adoptaba la bandera roja y amarilla como la bandera del estado (art.4.1). El PCE era un partido legalizado, había participado en la elaboración del texto de un modo especialmente activo, tenía en el Congreso de los Diputados una presencia importante y pretendía seguir siendo un partido del sistema. Santiago Carrillo hizo la primera exposición, es decir, la defensa del texto constitucional y, especialmente, de la necesidad, que no era derrota sino conquista, de respaldar la forma de estado y su bandera. Si esa bandera era nuestra, tan nuestra como de todos, dejaría de serlo de banderías, de reductos.
Y se sucedieron las intervenciones. Intervino quien quiso y como quiso. Quizá hubo alguna intervención preparada de antemano. O más de una. El viejo tic manipulador de asambleas, tan fértil en años pasados. Hasta que intervino ella. No la recuerdo bien, no podría describirla ni repetir sus palabras, pero guardo un registro vivo, como si la tuviera a unos metros. Era menuda, de mediana edad se dice ahora, seguramente 50 años. Defendió a la república derrotada, lloró por la esperanza arrumbada y reivindicó a los muertos y a los perseguidos, los encarcelados, los torturados, los de su familia y los que nunca conoció. No dijo nombres pero muchos pensamos en nombres. Con un lenguaje sencillo. Habló de la bandera que había sido símbolo del sacrificio de su familia, de su padre muerto y de su madre anciana. Por su tono, por la reivindicación de la historia, creímos que defendería el voto negativo. Yo pensé que defendería el voto en contra de la Constitución. Hubiera entendido su oposición desde su dolor. Sin embargo, en medio del llanto, habló de su voto por esa constitución, en nombre de la reconciliación de todos los españoles, de un proyecto común en paz, de un futuro para sus hijos.
Hubo un silencio. Nadie más habló durante un rato. Cuando se reanudó el debate, ninguna intervención fue igual.
Para no perder la perspectiva, el 24 de enero, un año antes, sólo un año antes, se asesinaban a los abogados laboralistas de la calle Atocha. En su propio despacho. El sábado santo se legalizaba al PCE y el 15 de junio se celebraban las elecciones a cortes constituyentes, las primeras democráticas.
Esto era más o menos lo que me rondaba en la cabeza estos días primeros de diciembre y ese era el tenor de lo que quería escribir. Hasta que me cayó como una losa la muerte de Solé Tura. Y la mezquindad de quienes, por un instante, ante el cadáver, quisieron apropiarse de él. Los que lo persiguieron o sus cómplices, la derecha, por supuesto, con sus afirmaciones grandilocuentes de funeral. Y los mismos, también, la izquierda, que lo expulsaron, que hicieron del sitio en el que militó un rincón invivible, ajeno al debate y a la reflexión, trinchera de garbanceros y estalinistas o herederos del estalinismo.
Solé Tura no fue un luchador antifranquista. Aunque eso han escrito de él sus antiguos camaradas o compañeros. Quienes dicen esto hoy no han entendido nada de la historia de España ni de la historia de la izquierda. O son de los agazapados de los tiempos duros de entonces y hablan de oídas. Solé Tura fue un luchador por la libertad, por la democracia, por los derechos de las personas. Que no es lo mismo. Por eso puso en riesgo su vida y su libertad; reitero: su vida y su libertad. Y enfrente estaba la dictadura, claro. Por eso pudo, luego, sentarse en la misma mesa y debatir con otros que, años atrás, habrían firmado o consentido la firma de su fusilamiento.
Lo vengo pensando hace tiempo y esto me ha servido de constatación: vivimos tiempos de nada y de nadie. Tiempos de mediocridad, de oportunismo, de ceguera, de ausencia de reflexión, de extravío intelectual, colectivo e individual. Los hijos de la transición devenidos en hijos de Belén Esteban. Tiempo de intereses y de supervivencia mezquina. La distancia que hay, por ejemplo, entre Santiago Carrillo y el secretario general actual del PCE (por cierto, ¿cómo se llama?), la distancia que hay entre las primeras mujeres de IU y la nueva hornada grisácea, la que concitó la descalificación de Elvira Lindo, por ejemplo, por un artículo suyo en El País (11/11/09), no muy preciso y afortunado, seguramente, pero que esbozaba el desierto que es la izquierda española actual, la izquierda en general. Escombros. Denme media Elvira Lindo, por favor, antes que cualquier personajillo de estos encabalgado en la nada.
La Constitución de 1978 es un proyecto agotado. Sobra el título VIII, la concepción del Senado es poco menos que estrafalaria, la preeminencia del varón sobre la mujer en la sucesión no es sólo discriminatoria sino de suyo inconstitucional,… Y están las reformas sobrevenidas por la incorporación de España a la Unión Europea y la legislación emanada de su parlamento.
Necesitamos su reforma. Acaso la elaboración de otra nueva Constitución. Con urgencia.
España no es la de 1978. Yo, desde luego, no soy el mismo, aunque piense sustancialmente lo mismo, ni reconozco a nadie de los que veo en ninguna vieja fotografía. Y no estoy muy seguro de cuál sea la de 2010 o la de 2011. ¿Federal? ¿Federal con Portugal? ¿Alguien duda de que el anacronismo de Gibraltar, por ejemplo, acabará desapareciendo? ¿Y Ceuta y Melilla? ¿Cuánto pueden durar estos esperpentos territoriales?
Un español de 1978 era a un europeo lo que un maliense a un español actual. Casi. Más o menos. Un joven español actual se mezcla y se confunde con cualquier europeo. ¿Alguien cree que se mantendrán durante muchos años las naciones-estado actuales?
Sin embargo, la transición es un proyecto inacabado, que no ha tocado, por ejemplo, a la justicia, en manos de la derecha más rancia. Ni ha restituido la justicia histórica. Ni ha abierto una causa general contra el franquismo. Reconciliación no es injusticia; ni siquiera el perdón, es decir, el olvido, es injusticia. Podemos perdonar, alcanzar la reconciliación, pero nunca consolidar la injusticia. La justicia, como la libertad, son bienes irrenunciables.
Y luego están las urgencias y las amenazas globales, que tampoco estaban en 1978: el terrorismo, el cambio climático. Y el agotamiento de un sistema global, germen de nuestra propia extinción como especie.
Pero cómo abordar la reforma con esta tropa.
Se nos mueren los que escribieron aquella Carta y no somos capaces de engendrar otros siete con la misma capacidad de inventiva y acuerdo. Mejor dicho: no es fácil imaginar un consenso tan amplio como aquél para diseñar el nuevo horizonte que precisamos. Quizá porque estamos muy ocupados en repartirnos los despojos del pasado, o en llenarlo de naftalina. Quizá porque lo que está en entredicho hoy es el modelo y el sistema. Quizá porque el zumo de esta sociedad es un zumo miserable, sin perspectiva histórica. Quizá porque esto es lo que hay, es lo que, en realidad, hubo, aunque pareció haber otra cosa. Aunque de una cosa estoy seguro: aquella mujer generosa hoy no es posible. No, en esta sociedad de inútiles y petimetres.

Viva la Constitución. Y que nadie me la toque.

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