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sábado, 31 de octubre de 2009

Libros


Mujer con libro, Pablo Picasso



Podría decir que todo lo aprendí en los libros, pero no sería verdad; o sería, cuando menos, una verdad a medias. Los libros son, como el abanico en verano, un alivio para el tránsito y el aprendizaje. Un placer, también, la mayoría de las veces. Y una compañía impagable.

No recuerdo cómo aprendí a leer. Tengo una imagen, con tres o cuatro años: una puerta con cristalera por la que se tamiza la luz, una cartilla de hojas endebles en blanco y negro, seguramente Palau, aprendiendo los vocales con mi padre, con aquellas letras gigantescas y los bocetos de la iglesia, el ojo y el racimo de uvas.

Después ya sólo recuerdo los tebeos, al menos cinco años más tarde, sí, el T.B.O., el Jabato, el Capitán Trueno, el Coloso de Rodas,… que leía sucesivamente y con fruición, sentado en el suelo bajo los soportales de la plaza, a la puerta de la casa del maestro, también practicante vespertino, que traía esas revistas, desde el pueblo cabecera de partido, hacia el final de la semana y nos las arrendaba por ratos.

Durante bastante tiempo, las únicas cosas con forma y tamaño de libro que leí fueron las novelas de Marcial Lafuente Estefanía. A préstamo, también. Apoyado en el lateral del quiosco, mientras hacía tiempo hasta la hora en que tenía que coger el tren de vuelta de los recados a los que me enviaban. El quiosquero me las dejaba a un precio tan módico que no se notaba la sisa. También conseguí comprar algunos ejemplares para leer durante la semana, y luego los cambiaba por otros nuevos.

Un día alguien se interesó por mis novelitas y yo me interesé en su estantería por un tomo similar a ellas, pero un poco más grueso. Pura intuición. Se trataba de un ejemplar editado por Plaza y Janés, en su colección Reno. De Pearl S. Buck: Viento del Este, Viento del Oeste. Supe que tenía el premio Nobel, aunque no sabía quién era Nobel ni hasta qué punto era o no un premio importante. Intercambiamos.

Aquella aventura me resultó mucho más interesante que la de mis señores de las pistolas, en las que el más hábil siempre medía seis pies y medio y, con un revólver de seis balas, alcanzaba en el entrecejo a seis enemigos simultáneamente. Las novelitas me entretenían pero aquélla historia me había causado desasosiego. Se deslizaba como un río, en medio de un sinfín de personajes en busca de su redención por el esfuerzo. Y yo quería avanzar por las páginas, atrapado por ese mundo nuevo de palabras distintas.

Ya no recuerdo en qué orden vinieron los otros. Quise enseguida tener para mí uno de esos libros. Y en la papelería (no había librería) elegí el premio Nadal de aquel año, La zancada, de Vicente Soto, un libro de tránsito a la adolescencia. Esta vez tuve que justificar la sisa. Y, no sé si antes o después, leí otro más de Pearl S. Buck, La buena tierra, también a préstamo, en la misma colección de Plaza y Janés. Y en la misma colección compré “El alma se apaga”, de Lajos Zilahy, por el que supe que húngaro y magyar casi eran sinónimos. Y tomé manía a los americanos, ineptos amanuenses, que escribían como le sonaba a su oído imperialista el apellido del protagonista.

Así es que esos fueron mis primeros libros. Exactamente, los cuatro primeros.

Después vinieron más, es decir, vinieron ellos, todos, los que son. Si los alcanzo de la estantería o los reviso allí mismo puedo revivir su avatar: cómo llegaron a mis manos, dónde los compré, dónde y en qué circunstancia los leí. He acabado por tener una relación casi orgánica con ellos. Por eso me duele haber perdido algunos, a los que echo de menos, por haberlos prestado, por alguna mudanza o por alguna apropiación indebida. Ellos son mi amor más duradero. Nunca fallan. Siempre te dan más de lo que puedas esperar de ellos, incluso cuando los abandonas a media lectura.


Hay libros con epidermis: hablan, respiran, sudan. Incluso, te miran con ojos amorosos y se te entregan. Puedes dormir abrazado a ellos. Y puedes reír sin registrar la sonrisa, porque la risa nace en lo más profundo del alma. Puedes sentir el latido de su corazón de celulosa al pasar las páginas. Son en la medida que eres y avanzas por las palabras. Se funden y se confunden. No son tuyos, sino de ti.

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