Mujer con libro, Pablo Picasso
Podría
decir que todo lo aprendí en los libros, pero no sería verdad; o
sería, cuando menos, una verdad a medias. Los libros son, como el
abanico en verano, un alivio para el tránsito y el aprendizaje. Un
placer, también, la mayoría de las veces. Y una compañía
impagable.
No
recuerdo cómo aprendí a leer. Tengo una imagen, con tres o cuatro
años: una puerta con cristalera por la que se tamiza la luz, una
cartilla de hojas endebles en blanco y negro, seguramente Palau,
aprendiendo los vocales con mi padre, con aquellas letras gigantescas
y los bocetos de la iglesia, el ojo y el racimo de uvas.
Después
ya sólo recuerdo los tebeos, al menos cinco años más tarde, sí,
el T.B.O., el Jabato, el Capitán Trueno, el Coloso de Rodas,… que
leía sucesivamente y con fruición, sentado en el suelo bajo los
soportales de la plaza, a la puerta de la casa del maestro, también
practicante vespertino, que traía esas revistas, desde el pueblo
cabecera de partido, hacia el final de la semana y nos las arrendaba
por ratos.
Durante
bastante tiempo, las únicas cosas con forma y tamaño de libro que
leí fueron las novelas de Marcial Lafuente Estefanía. A préstamo,
también. Apoyado en el lateral del quiosco, mientras hacía tiempo
hasta la hora en que tenía que coger el tren de vuelta de los
recados a los que me enviaban. El quiosquero me las dejaba a un
precio tan módico que no se notaba la sisa. También conseguí
comprar algunos ejemplares para leer durante la semana, y luego los
cambiaba por otros nuevos.
Un
día alguien se interesó por mis novelitas y yo me interesé en su
estantería por un tomo similar a ellas, pero un poco más grueso.
Pura intuición. Se trataba de un ejemplar editado por Plaza y Janés,
en su colección Reno. De Pearl S. Buck: Viento del Este, Viento del
Oeste. Supe que tenía el premio Nobel, aunque no sabía quién era
Nobel ni hasta qué punto era o no un premio importante.
Intercambiamos.
Aquella
aventura me resultó mucho más interesante que la de mis señores de
las pistolas, en las que el más hábil siempre medía seis pies y
medio y, con un revólver de seis balas, alcanzaba en el entrecejo a
seis enemigos simultáneamente. Las novelitas me entretenían pero
aquélla historia me había causado desasosiego. Se deslizaba como un
río, en medio de un sinfín de personajes en busca de su redención
por el esfuerzo. Y yo quería avanzar por las páginas, atrapado por
ese mundo nuevo de palabras distintas.
Ya
no recuerdo en qué orden vinieron los otros. Quise enseguida tener
para mí uno de esos libros. Y en la papelería (no había librería)
elegí el premio Nadal de aquel año, La zancada, de Vicente Soto, un
libro de tránsito a la adolescencia. Esta vez tuve que justificar la
sisa. Y, no sé si antes o después, leí otro más de Pearl S. Buck,
La buena tierra, también a préstamo, en la misma colección de
Plaza y Janés. Y en la misma colección compré “El alma se
apaga”, de Lajos Zilahy, por el que supe que húngaro y magyar casi
eran sinónimos. Y tomé manía a los americanos, ineptos amanuenses,
que escribían como le sonaba a su oído imperialista el apellido del
protagonista.
Así
es que esos fueron mis primeros libros. Exactamente, los cuatro
primeros.
Después
vinieron más, es decir, vinieron ellos, todos, los que son. Si los
alcanzo de la estantería o los reviso allí mismo puedo revivir su
avatar: cómo llegaron a mis manos, dónde los compré, dónde y en
qué circunstancia los leí. He acabado por tener una relación casi
orgánica con ellos. Por eso me duele haber perdido algunos, a los
que echo de menos, por haberlos prestado, por alguna mudanza o por
alguna apropiación indebida. Ellos son mi amor más duradero. Nunca
fallan. Siempre te dan más de lo que puedas esperar de ellos,
incluso cuando los abandonas a media lectura.
Hay
libros con epidermis: hablan, respiran, sudan. Incluso, te miran con
ojos amorosos y se te entregan. Puedes dormir abrazado a ellos. Y
puedes reír sin registrar la sonrisa, porque la risa nace en lo más
profundo del alma. Puedes sentir el latido de su corazón de celulosa
al pasar las páginas. Son en la medida que eres y avanzas por las
palabras. Se funden y se confunden. No son tuyos, sino de ti.
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