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jueves, 29 de octubre de 2009

1º de noviembre


Muerte en la alcoba, Edvard Munch



Desde que tengo memoria, mi familia venía pagando una pequeña cantidad, mensual o trimestral, no recuerdo, que llamaban “los muertos”, es decir, un seguro para cubrir los gastos que se derivan de una defunción. El único seguro que pagaban puntual y religiosamente todas las familias. Y, prácticamente, el único seguro generalizado en España hace unos 50 años. De hecho, muchas compañías aseguradoras surgieron al calor de ese negocio. Incluso, su nombre nos lo recuerda, como El Ocaso, muy claramente, o El Fénix, de evocaciones cristianas.

Porque morirse es carísimo. Sumemos, si no, desde el féretro a la ceremonia, la pequeña esquela (no hablo de anuncio en el periódico), los recordatorios, las flores, la fosa o el nicho, los traslados,… Un pequeño capital que puede arruinar a una familia. Ojo, no es la muerte lo caro, uno se muere y ya está, como se muere un perro o un gato, lo caro es la ceremonia en que esa muerte se ha convertido. Quien entrega su cuerpo a la ciencia, por ejemplo, sale mucho más barato, baratísimo.

Toda una vida preparando un funeral y toda una vida, al tiempo, cruzando los dedos para evitarlo. Preparando la ceremonia pero no preparando el momento. Ideando, incluso, la frase de la lápida y mirando aterrados el momento final. Toda una vida odiando a tu padre, por ejemplo, deseando su muerte, incluso, para luego, una vez muerto, evocarlo cada 1º de noviembre.

El precio de nuestros miedos, el peso de las cargas que transportamos. No aprendemos de las pequeñas muertes diarias; algunas, no tan pequeñas. De las rupturas. No aprendemos a hacer el duelo, es decir, la superación y el olvido. No normalizamos los cambios y, por lo tanto, recorremos malamente el camino.


Este 1º de noviembre, creo que voy a pasear por un cementerio. Con mi perra. Y observaré cómo mira ella las lápidas. Si es que las mira, porque seguramente no sean, para sus ojos, sino un paisaje.

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