Muerte en la alcoba, Edvard Munch
Desde
que tengo memoria, mi familia venía pagando una pequeña cantidad,
mensual o trimestral, no recuerdo, que llamaban “los muertos”, es
decir, un seguro para cubrir los gastos que se derivan de una
defunción. El único seguro que pagaban puntual y religiosamente
todas las familias. Y, prácticamente, el único seguro generalizado
en España hace unos 50 años. De hecho, muchas compañías
aseguradoras surgieron al calor de ese negocio. Incluso, su nombre
nos lo recuerda, como El Ocaso, muy claramente, o El Fénix, de
evocaciones cristianas.
Porque
morirse es carísimo. Sumemos, si no, desde el féretro a la
ceremonia, la pequeña esquela (no hablo de anuncio en el periódico),
los recordatorios, las flores, la fosa o el nicho, los traslados,…
Un pequeño capital que puede arruinar a una familia. Ojo, no es la
muerte lo caro, uno se muere y ya está, como se muere un perro o un
gato, lo caro es la ceremonia en que esa muerte se ha convertido.
Quien entrega su cuerpo a la ciencia, por ejemplo, sale mucho más
barato, baratísimo.
Toda
una vida preparando un funeral y toda una vida, al tiempo, cruzando
los dedos para evitarlo. Preparando la ceremonia pero no preparando
el momento. Ideando, incluso, la frase de la lápida y mirando
aterrados el momento final. Toda una vida odiando a tu padre, por
ejemplo, deseando su muerte, incluso, para luego, una vez muerto,
evocarlo cada 1º de noviembre.
El
precio de nuestros miedos, el peso de las cargas que transportamos.
No aprendemos de las pequeñas muertes diarias; algunas, no tan
pequeñas. De las rupturas. No aprendemos a hacer el duelo, es decir,
la superación y el olvido. No normalizamos los cambios y, por lo
tanto, recorremos malamente el camino.
Este
1º de noviembre, creo que voy a pasear por un cementerio. Con mi
perra. Y observaré cómo mira ella las lápidas. Si es que las mira,
porque seguramente no sean, para sus ojos, sino un paisaje.

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