Niño mirando el nacimiento del nuevo hombre, Salvador Dalí
Recuerdo
que venía raudo hacia el útero, pero no nací deprisa. Me entretuvo
el olor a pan recién hecho. Un aroma denso, caliente y cereal. Y,
enseguida, el lunar ruido de la fragua. El herrero semidesnudo, pero
con mandil de cuero, que remataba con su martillo el perfil aguzado
de la reja, y el ayudante, con el macho pilón a la espera de su
turno. Asomado al dintel de la entrada, arrobado ante el fuego y el
ritual del rítmico golpeteo sobre el yunque, me costó atravesar el
balcón, por entre los geranios, y acomodarme en las paredes de la
que sería mi carne. Quizá por eso, como a Oscar Matzerath1,
me costó alejarme de la suspensión amniótica, y asomar. Si no
hubiera sido por la ayuda de la ventosa, creo que me hubiera dejado
disolver en aquel líquido que me mantenía suspendido.
Oscar
Matzerath se agarró a las paredes del útero de su progenitora
cuando llegó la hora de su alumbramiento. No quería nacer. Por la
hora o por el tiempo en que le tocaba. Quién sabe. Luego, émulo de
Peter Pan, tampoco quiso crecer. No nacer, no ser, quizá para no
tener que morir. Seguramente hay muchas maneras de nacer, como hay
muchas maneras de morir. Y muchas maneras de nacerse, como muchas
maneras de morirse.
Yo
nací amoratado, supongo que por la asfixia que me produjo el canal
del parto, y con la cabeza apepinada. Este es, en mi memoria, mi
primer nacimiento. Supe luego que aquello era, también, una forma de
morir. De despedir la memoria y olvidar, para hallar el camino.
Incluso, al dormir, morimos cada día y cada día volvemos a nacer.
Morir para nacer de nuevo. Y nacer para reconstruir la memoria del
origen. Enfrente de la casa del balcón de los geranios, había un
horno de pan y una fragua que yo recordaría toda mi vida.
El
siguiente recuerdo también tiene que ver con el verano, creo que era
también verano. El sol empezaba a acostarse hacia el oeste y yo, en
la colina desnuda, en la soledad del campo, extendía mi mano
izquierda, solemne, revisaba el número de dedos, uno, dos, tres,…
y me decía: “¿Cuándo tendré todos éstos?” Hoy sé que me
preguntaba cuándo tendría aquellos cinco años de mi mano. Aquel
día o cuando cumplí los primeros cinco años fue mi segundo
nacimiento, el día en que ya no era hijo del primer recuerdo, sino
de éste que sería el segundo, cuando decidí crecer o el día en
que comencé a crecer. La primera muerte, también, aunque de ello no
fuera consciente todavía.
Quizá
hubo otros días. Pero fueron inmersiones aventuradas, osadías de
quien indaga, curioso, en cuanto observa. Como aquél, de aquel
invierno, en que vacilante recorría la vereda helada, resbalé, caí
y quedé encajado en el hielo. O aquel otro, de otro verano, en que
un enjambre de avispas me persiguió hasta dejarme en el cuerpo tres
o cuatro aguijones dolorosísimos. Del primero me rescató mi madre
y, del segundo, un vecino que me calmó el escozor y la hinchazón
con ova del abrevadero. Pequeños incidentes que, a esa edad, se
convierten en tragedias de las que uno surge como un ser nuevo.
El
nacimiento o la muerte, o su asunción, sólo se producen realmente
cuando somos conscientes del hecho. En caso contrario, uno es sombra
o fantasma. Nace pero no vive o fenece pero no muere. Seguramente hay
muchas muertes, muchos nacimientos, muchas formas de morir y de
nacer, y pasan desapercibidos porque no somos conscientes de la
ruptura. El cambio es radical, o ha de ser radical, pero nuestra
conciencia no asume esa radicalidad. Caminamos moribundos o incapaces
de crecer, catalépticos perpetuos, a las puertas de la muerte o el
nacimiento, sin dar el paso, hasta que la muerte o el nacimiento nos
atropellan.
El
primer cadáver lo descubrí un día al encaramarme a la reja de una
ventana entreabierta. Un cuerpo rígido sobre una alfombra, con las
manos entrelazadas, las piernas unidas por los tobillos. Sólo un
cadáver.
Sin
embargo, la muerte es un hecho cotidiano en la niñez. Se mata un
cerdo y se mata un pollo, y luego pasan a la mesa. Como se recogen
los huevos del ponedero. O se recolecta el trigo, se muele y se
convierte en el pan que aparece en rebanadas. No hay nada trágico ni
doloroso en los hechos. Así es la vida.
Hasta
que la vida se convierte en otra cosa. Cualquier día de otro verano.
Otras
veces recuerdas la cena, los detalles de las horas antes de irte a la
cama. Sin embargo, de esta ocasión no recuerdo nada. Supongo que
antes habría estado jugando, a la pídola o al escondite, no puede
hacerse otra cosa con nueve años. O sí, bueno, cuidar a tus
hermanos mellizos de tres meses, mecerlos, cuchichearles palabras
incompresibles a ver si, en la perplejidad de lo ininteligible, por
fin se duermen y puedes escapar con la muchachería gamberra del
barrio.
Un
sueño largo, profundo y plácido hubo de ser el de aquella noche,
como otra noche cualquiera. Tuvo que ser así porque no recuerdo
nada. Recuerdo despertarme, el desperezo, restregarme las legañas,
saltar descalzo sobre las baldosas frías, tirar del pestillo de la
puerta y traspasarla. Recuerdo a mi madre sentada en una silla en
medio de la cocina, recuerdo su voz:
-Ha
muerto tu hermano.
-¿Qué?-
despierto, pero todavía dormido.
-El
mayor de los mellizos. Ha muerto esta noche.
-¿Qué?
Hace
un gesto cansino, levanta levemente la barbilla y señala con su mano
izquierda hacia la pared, al lado derecho de la puerta que yo acababa
de trasponer.
-Tu
hermano, que ha muerto, está ahí.
Sobre
la mesa rectangular de la cocina, con sus faldones blancos, lo
descubrí quieto, pero no dormido, sino rígido. Aquello era la
muerte. Adornada con unas flores, que seguramente eran de plástico.
Y te tropiezas con la nada2.
NOTAS:
- El Tambor de hojalata, Günter Grass, Ed. Plaza y Janés.
- ¿Qué es la muerte sino, sencillamente, otra forma de presencia?" En el desierto no hay atascos, Moussa Ag Assarid, Ed. Sirpus.
No hay comentarios:
Publicar un comentario