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jueves, 22 de octubre de 2009

Del nacimiento y de la muerte


Niño mirando el nacimiento del nuevo hombre, Salvador Dalí




Recuerdo que venía raudo hacia el útero, pero no nací deprisa. Me entretuvo el olor a pan recién hecho. Un aroma denso, caliente y cereal. Y, enseguida, el lunar ruido de la fragua. El herrero semidesnudo, pero con mandil de cuero, que remataba con su martillo el perfil aguzado de la reja, y el ayudante, con el macho pilón a la espera de su turno. Asomado al dintel de la entrada, arrobado ante el fuego y el ritual del rítmico golpeteo sobre el yunque, me costó atravesar el balcón, por entre los geranios, y acomodarme en las paredes de la que sería mi carne. Quizá por eso, como a Oscar Matzerath1, me costó alejarme de la suspensión amniótica, y asomar. Si no hubiera sido por la ayuda de la ventosa, creo que me hubiera dejado disolver en aquel líquido que me mantenía suspendido.

Oscar Matzerath se agarró a las paredes del útero de su progenitora cuando llegó la hora de su alumbramiento. No quería nacer. Por la hora o por el tiempo en que le tocaba. Quién sabe. Luego, émulo de Peter Pan, tampoco quiso crecer. No nacer, no ser, quizá para no tener que morir. Seguramente hay muchas maneras de nacer, como hay muchas maneras de morir. Y muchas maneras de nacerse, como muchas maneras de morirse.

Yo nací amoratado, supongo que por la asfixia que me produjo el canal del parto, y con la cabeza apepinada. Este es, en mi memoria, mi primer nacimiento. Supe luego que aquello era, también, una forma de morir. De despedir la memoria y olvidar, para hallar el camino. Incluso, al dormir, morimos cada día y cada día volvemos a nacer. Morir para nacer de nuevo. Y nacer para reconstruir la memoria del origen. Enfrente de la casa del balcón de los geranios, había un horno de pan y una fragua que yo recordaría toda mi vida.

El siguiente recuerdo también tiene que ver con el verano, creo que era también verano. El sol empezaba a acostarse hacia el oeste y yo, en la colina desnuda, en la soledad del campo, extendía mi mano izquierda, solemne, revisaba el número de dedos, uno, dos, tres,… y me decía: “¿Cuándo tendré todos éstos?” Hoy sé que me preguntaba cuándo tendría aquellos cinco años de mi mano. Aquel día o cuando cumplí los primeros cinco años fue mi segundo nacimiento, el día en que ya no era hijo del primer recuerdo, sino de éste que sería el segundo, cuando decidí crecer o el día en que comencé a crecer. La primera muerte, también, aunque de ello no fuera consciente todavía.

Quizá hubo otros días. Pero fueron inmersiones aventuradas, osadías de quien indaga, curioso, en cuanto observa. Como aquél, de aquel invierno, en que vacilante recorría la vereda helada, resbalé, caí y quedé encajado en el hielo. O aquel otro, de otro verano, en que un enjambre de avispas me persiguió hasta dejarme en el cuerpo tres o cuatro aguijones dolorosísimos. Del primero me rescató mi madre y, del segundo, un vecino que me calmó el escozor y la hinchazón con ova del abrevadero. Pequeños incidentes que, a esa edad, se convierten en tragedias de las que uno surge como un ser nuevo.

El nacimiento o la muerte, o su asunción, sólo se producen realmente cuando somos conscientes del hecho. En caso contrario, uno es sombra o fantasma. Nace pero no vive o fenece pero no muere. Seguramente hay muchas muertes, muchos nacimientos, muchas formas de morir y de nacer, y pasan desapercibidos porque no somos conscientes de la ruptura. El cambio es radical, o ha de ser radical, pero nuestra conciencia no asume esa radicalidad. Caminamos moribundos o incapaces de crecer, catalépticos perpetuos, a las puertas de la muerte o el nacimiento, sin dar el paso, hasta que la muerte o el nacimiento nos atropellan.

El primer cadáver lo descubrí un día al encaramarme a la reja de una ventana entreabierta. Un cuerpo rígido sobre una alfombra, con las manos entrelazadas, las piernas unidas por los tobillos. Sólo un cadáver.

Sin embargo, la muerte es un hecho cotidiano en la niñez. Se mata un cerdo y se mata un pollo, y luego pasan a la mesa. Como se recogen los huevos del ponedero. O se recolecta el trigo, se muele y se convierte en el pan que aparece en rebanadas. No hay nada trágico ni doloroso en los hechos. Así es la vida.

Hasta que la vida se convierte en otra cosa. Cualquier día de otro verano.

Otras veces recuerdas la cena, los detalles de las horas antes de irte a la cama. Sin embargo, de esta ocasión no recuerdo nada. Supongo que antes habría estado jugando, a la pídola o al escondite, no puede hacerse otra cosa con nueve años. O sí, bueno, cuidar a tus hermanos mellizos de tres meses, mecerlos, cuchichearles palabras incompresibles a ver si, en la perplejidad de lo ininteligible, por fin se duermen y puedes escapar con la muchachería gamberra del barrio.

Un sueño largo, profundo y plácido hubo de ser el de aquella noche, como otra noche cualquiera. Tuvo que ser así porque no recuerdo nada. Recuerdo despertarme, el desperezo, restregarme las legañas, saltar descalzo sobre las baldosas frías, tirar del pestillo de la puerta y traspasarla. Recuerdo a mi madre sentada en una silla en medio de la cocina, recuerdo su voz:

-Ha muerto tu hermano.

-¿Qué?- despierto, pero todavía dormido.

-El mayor de los mellizos. Ha muerto esta noche.

-¿Qué?

Hace un gesto cansino, levanta levemente la barbilla y señala con su mano izquierda hacia la pared, al lado derecho de la puerta que yo acababa de trasponer.

-Tu hermano, que ha muerto, está ahí.

Sobre la mesa rectangular de la cocina, con sus faldones blancos, lo descubrí quieto, pero no dormido, sino rígido. Aquello era la muerte. Adornada con unas flores, que seguramente eran de plástico. Y te tropiezas con la nada2.

NOTAS:

  1. El Tambor de hojalata, Günter Grass, Ed. Plaza y Janés.
  2. ¿Qué es la muerte sino, sencillamente, otra forma de presencia?" En el desierto no hay atascos, Moussa Ag Assarid, Ed. Sirpus.

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