A.
sabe bien lo que significa morir, que hay muchas muertes en un día,
en una semana, en una mes, muchas muertes en una vida. Cada derrota
es una muerte, cada error, cada tropiezo, cada ruptura. A cada
instante hay algo que se acaba. A. lo sabe bien. Pero tú no te
acabas, sino que sigues aquí teniendo que afrontar el minuto
siguiente, la hora siguiente, el día siguiente. Posiblemente solo,
con toda seguridad solo. Es decir, con la derrota, con la “muerte”,
tú no feneces, no te arrastra la “muerte” a tu propia “muerte”
y te pone a ti, además, solo ante el desafío de la parca, sin más
medios que tus manos.
Incluso
cuando las derrotas o los fracasos no son los tuyos, pero te los
tomas como si fueran tuyos. Porque, en el fondo, son tuyos aunque no
lo sean. ¿No es tuya la muerte de una mujer por el terrorismo
machista? ¿O la de un guardia civil por el terrorismo etarra? ¿No
es tuyo el fracaso de la justicia por la decisión del TSJPV? ¿No es
tuya la vergüenza de Gürtel? Otra derrota, también una derrota de
todos y una derrota tuya. O una violación, por adultos o por niños,
aunque por niños parece una derrota más profunda. Quizá, también,
sean tuyas las trece rosas de agosto. Trece derrotas sangrientas. O
el hambre y la guerra que asola África, por ejemplo.
Muertes,
auténticas muertes para las que no siempre estamos preparados ni
sabemos hacer el duelo. O no queremos hacerlo, porque, a veces, lo
sabe A., no queremos hacer el duelo. Es decir, aceptar la muerte y
que los muertos entierren a los muertos, los fracasos se lleven a los
fracasos y los tropiezos a los tropiezos. Es decir, aceptar los
hechos y dejarlos en su lugar del pasado, porque son patrimonio del
pasado. Ojo, aceptar no significa resignarse a los hechos, sino
reconocer su existencia. Resignarse a los hechos es añadir una nueva
derrota, una nueva muerte. Aceptar es reconocerlos para llevarlos a
su nicho natural del cementerio. Resignarse es mantenerlos entre
nosotros con poder para operar sobre nuestras vidas.
Después
de 70 años seguimos diciendo: ¡Viva la república! ¿Qué
república? ¿La que murió? Pero si está muerta. Incluso, han
muerto sus asesinos. ¿La por venir? Si no hemos enterrado ni hecho
el duelo de la vieja república muerta, es decir, si continuamos
“contaminados” con la vieja república muerta (más imaginada que
real, seguramente), ¿a qué república vitoreamos? A un retrato,
otro cadáver, la proyección en el tiempo de un cadáver. Es decir,
nada. Si no es éste el mismo país, no somos la misma gente, no
habitamos el mismo mundo, ¿de qué república hablamos? Incluso,
¿tiene sentido hablar de república? ¿Para España, para Europa,
para la federación Hispano-lusa?
Nuestras
vidas las gobiernan cadáveres, muertos vivientes, como en la vieja
película de George A. Romero, zombis. Y nosotros somos moribundos
que no acabamos de morir con el pasado para ser con el presente.
Porque no enterramos a los muertos, porque no dejamos morir de
nosotros la parte que es del pasado muerto.
El
porvenir, el futuro, ¿qué son, en este caso, cuando no enterramos a
los muertos? Proyecciones mecánicas del pasado, es decir, de la
muerte y del fracaso. Cuando enterramos a los muertos, el porvenir,
el futuro vienen solos, como flujo, construidos con el material del
presente. Son el desarrollo temporal del presente: presente,
presente, presente, como los minutos del reloj. Exclusivamente. Lo
que hago hoy, lo que soy hoy, mis filias actuales, mis fobias es lo
que determina el futuro. De ahí el cuento de Osho sobre la ilusión
de la entrada precedente. El pasado no determina el futuro salvo que
yo no lo entierre y no haga el duelo. Del fracaso, de la muerte,
fracaso y muerte. De la tumba y el duelo, la aventura, el riesgo de
elegir, de decidir sobre lo nuevo, afrontar mi propia construcción,
como alfarero, desde la arcilla informe.
Felipe
reclama a la izquierda para ponerse a sus órdenes. ¿Qué izquierda?
¿La de octubre del 17? ¿La del muro de Berlín, mayo del 68,
Hungría del 56, primavera de Praga, Cuba, Allende, Chávez, PSOE,
IU? ¿La que aparece anunciar mi vecino del 5º cuando habla? ¿Y por
qué a sus órdenes? ¿Eso es izquierda? También hay que enterrar a
la izquierda fracasada o trasnochada, cuando menos, enterrarla dentro
de cada uno de nosotros. Carrillo, Berlinguer, Lenin, Mao, Gramsci,
Togliati, Althusser,…. cualquiera, da igual, a la tumba, están
muertos, llevan mucho tiempo muertos, y enterrarlos, también, dentro
de cada uno de nosotros. Habrá izquierda, si quieres llamarlo
izquierda, cuando tú construyas la izquierda en tu interior, cuando
seas capaz de definirla. Mientras esperas un banderín de enganche,
no habrá nada. Quizá no la haya tampoco cuando tú construyas el
modelo, pero estaremos más cerca de alcanzarla. No tendremos la
verdad, pero el hecho de que tú hayas buscado y encontrado tu verdad
nos acerca a todos a la verdad. La luz está hecha de fotones y tú
eres un fotón.
Cuando
voy a la cama cada día tengo la oportunidad de morir. Dormir tabién
es morir. Depende de mí, de la profundidad de esa muerte, depende de
mí quien se levanta mañana. ¿A quién queremos ver en el espejo?
Veremos a quien queramos, por acción o por omisión.
A.
se ha inventado un personaje. Todos nos inventamos un personaje
cuando somos resultado de la inacción, cuando obviamos el duelo,
cuando no enterramos a los muertos. Para sobrevivir, no para vivir.
Suele ser una de las mil aristas que nos componen, a las que damos
vida, como si no fuese una arista, sino nosotros al completo. No es
nosotros, pero acaba siendo nosotros. El dolor por la muerte, por el
fracaso se hacen frívolos, entonces, porque los hacemos
transcendentes. Nos guía, nos domina porque hemos puesto en sus
manos el destino. Podríamos ponernos bajo el agua de la ducha,
cerrar los ojos, mojarnos lentamente, enjabonarnos, profusa y
profundamente, con la esponja o con la mano, para quitar cualquier
huella de lo muerto. No lo hacemos. Es nuestra coartada para no
hacernos cargo del presente. Es cómodo tener un muerto que no habla
a quien culpar de nuestro estado.
Nos
sentamos a comer. Podríamos degustar cada bocado como si fuera el
último. No lo hacemos. Nos sentamos a tomar un café con un amigo.
Podríamos saborear el café hasta los posos y disfrutar de la
compañía cálida e impagable del amigo. No lo hacemos. Rumiamos el
pasado rodeados de los fantasmas de los muertos. Ellos están aquí
porque los hemos convocado. Y nos aguan el café y convierten la
comida en un acto rutinario, incluso molesto. Bastaría una decisión,
enterrarlos y hacernos cargo del presente. Pero nos asusta el
presente, hasta angustiarnos, es más cómodo el pasado, lo
conocemos, es toda nuestra vida. El presente es el vértigo, el
riesgo, la aventura. Somos, como nuestra convocada compañía,
cadáveres, personajes de la noche de los muertos vivientes. Y somos
cobardes. Incapaces de dejarnos morir o de matarnos.
Por
eso a muchos les aterra la muerte real, no se han entrenado. Han sido
siempre cadáveres y les aterra que morir sea eso que han vivido.
París garantiza una dulce, lenta y hermosa muerte.
Seguimos
vivos con el cobarde dentro, no nos atrevemos a matarlo. Es más
cómodo seguir con el mismo personaje, pura rutina, no hay nada que
aprender, nada a lo que enfrentarse, ningún reto al que hacer
frente. Bueno, vivos o medio vivos, zombis.
No
hay hombre nuevo sin enterramiento y duelo. No hay, tampoco, sociedad
nueva sin hombres nuevos. Ni izquierda ni república. Vivimos en un
mundo moribundo que los viejos guardianes sostienen y defienden como
pueden, entre estertores. La crisis que nos asuela es un ejemplo,
todas las crisis, los modelos de crecimiento y desarrollo. La guerra
y el hambre, por ejemplo, nunca podrán erradicarse de este mundo,
por más que Vicente Ferrer se fotocopiara un millón de veces.
Vamos
a dejar para otro día los comentarios políticos. Prefiero pensar
hoy en París, la garantía contra la dimisión en la vida. O
Casablanca o Ítaca, como prefirieron llamarlo María Jesús y Maca
cuando vieron que París se me escapaba de las manos, en ruinas. No
hay mundo sin personas, y ahora toca defender a las personas, una a
una, defender a A. Defender París, el lugar donde germina y crece la
persona nueva, el lugar que se alimenta de nuestro corazón, porque
es nuestro corazón. Es el momento de mantener la puerta abierta, de
vivir sin puertas. Somos poderosos, París es poderoso. Cuando el
poder del anillo de Sauron se desvanece, surge París, gota a gota,
persona a persona, como un océano.

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