
Aquí
hemos hablado de París. Y nunca hemos estado en París. Parece
mentira qué gran capacidad la nuestra para hablar de lo que no
conocemos. Claro que hay quien habla de dios y nunca lo ha visto, del
paraíso y nunca lo ha visto. Y probablemente nunca lo vean. Como se
habla de las vacaciones en las Islas Scheyselles o en Cancún,
guiándose por un pobre folleto o la palabra de un vendedor cuyo
viaje más inquietante fue un viaje en metro leyendo una novela de
Agatha Christie.
Uno
comprueba estos días una sensación que viene de lejos: la de vivir
en un mundo de imposturas, mediocre, de habitantes mediocres,
impostores, anodino, en el que los de siempre siguen actuando de la
misma manera para conseguir las mismas cosas que han conseguido
siempre. Quienes pretendían o pretendíamos cambiar todo este estado
de cosas nos comportamos de un modo similar al de siempre, con los
mismos tics, los mismos vicios, sin ninguna capacidad autocrítica,
anclados no en utopías sino en dibujos de utopías, en bocetos de
utopías que pudimos tener al alcance de la mano y que, por nuestra
torpeza, nuestra vileza, nuestro egoísmo, a veces, o, simplemente,
porque nos equivocamos, se nos fueron de las manos y fuimos incapaces
de buscar nuevos caminos para alcanzar esas utopías. Y, lo que es
peor, seguimos anclados en las mismas trincheras que nos condujeron a
la derrota. Recurrimos a las grandes palabras para sostener las
grandes palabras. Además de tontos, mezquinos y miserables. Las
utopías están escritas, lo que no está escrito son los caminos.
Vivimos
en un mundo de vendedores, todo está en venta, sólo interesa lo que
se vende. Se venden palabras, obras, proyectos. Hay consumidores, no
hay personas. Se vende, por ejemplo, una arquitectura de grandes
gestos. No hay una concepción de los ámbitos para los ciudadanos.
Uno mira en torno a cuanto se vende y promociona en la radio y los
periódicos, por ejemplo, y se da cuenta de que las novelas, la
música, el arte, en general, forman un círculo de complicidades en
el que todos promocionan a todos: el locutor de radio al escritor por
vínculos de amistad u otros inconfesables –que también existen-,
la editorial o la editora musical que imponen un título a cambio de
cubrir los gastos del programa. Se disfraza de publicidad lo que no
es sino mera propaganda. El director que impone un comentarista
porque duermen juntos, regular o puntualmente, el otro o la otra que
van de mantenidos. Un mundo cerrado de vendedores para vendernos un
modelo y un producto. Venta miserable. Recuerdo cómo un año una
editorial preparó su premio de mayor prestigio: algunos conocimos al
autor y la temática de la novela antes de ser escrita; con la
concesión del premio, sólo conocimos el título, lo demás se sabía
seis meses antes.
No
hay de verdad valores, no hay de verdad valores. Por parte de nadie.
Ni de los de siempre (perdón, ellos tienen sus valores de siempre)
ni de los pretendidos revolucionarios. Todo el mundo habla de valores
pero nadie consigue encontrarlos, andan por ahí, tal vez
despistados, mezclados con los calcetines por los cajones. Disueltos
en la pereza y en la ignorancia.
Bien,
pues, en medio de todo esto, un poco en la desesperanza –pasajera,
claro, porque uno echa mano de París, en último caso-, recorriendo
el universo bloguero, se topa como otros días con la entrada de
María Jesús. Y lee un texto espléndido que, a muchos, sólo por su
forma y su sosiego, debiera sonrojarnos, porque no pasaríamos del
aprobado en un ejercicio de redacción. Un texto espléndido,
espléndido, con un lenguaje sencillo, preciso, maravilloso, en el
que viene a decir que vivimos en un mundo miserable (de ese que he
dado algunas referencias), que ella no entiende (yo, tampoco). Y que,
en el fondo, en medio de esa miseria, el único problema, el único
de verdad, es que no escuchamos a la higuera. La tenemos ahí, la
usamos, pero no la escuchamos. Siempre andamos confundidos: llamamos
higos a sus hijos. Un texto espléndido. Gracias, María Jesús. (Y
todavía hay gente que me dice cómo puedo asegurar que mi perra es
mi mejor maestra. ¡Ignorantes!)
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