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lunes, 17 de agosto de 2009

Mi incompetencia





Aquí hemos hablado de París. Y nunca hemos estado en París. Parece mentira qué gran capacidad la nuestra para hablar de lo que no conocemos. Claro que hay quien habla de dios y nunca lo ha visto, del paraíso y nunca lo ha visto. Y probablemente nunca lo vean. Como se habla de las vacaciones en las Islas Scheyselles o en Cancún, guiándose por un pobre folleto o la palabra de un vendedor cuyo viaje más inquietante fue un viaje en metro leyendo una novela de Agatha Christie.

Uno comprueba estos días una sensación que viene de lejos: la de vivir en un mundo de imposturas, mediocre, de habitantes mediocres, impostores, anodino, en el que los de siempre siguen actuando de la misma manera para conseguir las mismas cosas que han conseguido siempre. Quienes pretendían o pretendíamos cambiar todo este estado de cosas nos comportamos de un modo similar al de siempre, con los mismos tics, los mismos vicios, sin ninguna capacidad autocrítica, anclados no en utopías sino en dibujos de utopías, en bocetos de utopías que pudimos tener al alcance de la mano y que, por nuestra torpeza, nuestra vileza, nuestro egoísmo, a veces, o, simplemente, porque nos equivocamos, se nos fueron de las manos y fuimos incapaces de buscar nuevos caminos para alcanzar esas utopías. Y, lo que es peor, seguimos anclados en las mismas trincheras que nos condujeron a la derrota. Recurrimos a las grandes palabras para sostener las grandes palabras. Además de tontos, mezquinos y miserables. Las utopías están escritas, lo que no está escrito son los caminos.

Vivimos en un mundo de vendedores, todo está en venta, sólo interesa lo que se vende. Se venden palabras, obras, proyectos. Hay consumidores, no hay personas. Se vende, por ejemplo, una arquitectura de grandes gestos. No hay una concepción de los ámbitos para los ciudadanos. Uno mira en torno a cuanto se vende y promociona en la radio y los periódicos, por ejemplo, y se da cuenta de que las novelas, la música, el arte, en general, forman un círculo de complicidades en el que todos promocionan a todos: el locutor de radio al escritor por vínculos de amistad u otros inconfesables –que también existen-, la editorial o la editora musical que imponen un título a cambio de cubrir los gastos del programa. Se disfraza de publicidad lo que no es sino mera propaganda. El director que impone un comentarista porque duermen juntos, regular o puntualmente, el otro o la otra que van de mantenidos. Un mundo cerrado de vendedores para vendernos un modelo y un producto. Venta miserable. Recuerdo cómo un año una editorial preparó su premio de mayor prestigio: algunos conocimos al autor y la temática de la novela antes de ser escrita; con la concesión del premio, sólo conocimos el título, lo demás se sabía seis meses antes.

No hay de verdad valores, no hay de verdad valores. Por parte de nadie. Ni de los de siempre (perdón, ellos tienen sus valores de siempre) ni de los pretendidos revolucionarios. Todo el mundo habla de valores pero nadie consigue encontrarlos, andan por ahí, tal vez despistados, mezclados con los calcetines por los cajones. Disueltos en la pereza y en la ignorancia.


Bien, pues, en medio de todo esto, un poco en la desesperanza –pasajera, claro, porque uno echa mano de París, en último caso-, recorriendo el universo bloguero, se topa como otros días con la entrada de María Jesús. Y lee un texto espléndido que, a muchos, sólo por su forma y su sosiego, debiera sonrojarnos, porque no pasaríamos del aprobado en un ejercicio de redacción. Un texto espléndido, espléndido, con un lenguaje sencillo, preciso, maravilloso, en el que viene a decir que vivimos en un mundo miserable (de ese que he dado algunas referencias), que ella no entiende (yo, tampoco). Y que, en el fondo, en medio de esa miseria, el único problema, el único de verdad, es que no escuchamos a la higuera. La tenemos ahí, la usamos, pero no la escuchamos. Siempre andamos confundidos: llamamos higos a sus hijos. Un texto espléndido. Gracias, María Jesús. (Y todavía hay gente que me dice cómo puedo asegurar que mi perra es mi mejor maestra. ¡Ignorantes!)

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