Vincent van Gogh, silla
Me
esperas sentado ante la vieja mesa camilla,
que
quizá cumpliera hoy sesenta años, si los contáramos.
Sus
viejas faldas sin color -porque lo difumina la memoria-
y
su lisa superficie circular donde apoyas los brazos
fueron
muchas veces el lugar de la lucha fratricida
entre
mi corazón y las palabras sobre el papel en blanco.
Tus
manos entrelazadas, con la piel del pergamino antiguo
que
las cubre, nos infunden hoy aromas de laurel y de geranios:
la
flor del balcón que fue el amparo en el día primero
y
la corona de hojas que te abre las puertas del paraíso.
Me
sorprenden tu sonrisa plácida y tus ojos plácidos.
Estás
seguramente en paz contigo mismo.
Veo
que has preparado mechero, cenicero y tabaco,
los
elementos del rito y la iniciación, el tabú,
como
si no hiciera treinta años que no fumamos.
Me
siento, aunque no quepan sillas en el umbral
de
los sueños, ni el sueño sea sueño, sino tránsito.
El
antiguo sacerdote, el chamán de la tribu
oficia
la ceremonia que muta en guerrero al soldado.
Hay
dos hombres, sólo dos hombres frente a frente,
hoy,
dos hombres, dos, el uno, el otro, y su diálogo.
Estás,
de repente, sin enfisema pulmonar
y
respiras como si tuvieras dieciocho años,
quizás
el día en que encendiste tu primer cigarro
o
el día en que, mosquetón al hombro, te fuiste voluntario.
Es
una despedida que aplazó con su obstinación el tiempo.
A
ver, fumemos, encendamos este pitillo de Ducados.
Fumar
es un signo de paz, fumamos para la paz,
aunque
la paz hace tiempo que la firmamos.
No
sé si lo piensas, lo pienso: no sé qué o a qué esperas.
Estás
aquí, pero hace mucho tiempo que te has marchado.
Habrá
alguna razón, la habrá, tal vez, no lo sé,
para
que tú hayas sufrido y quien te tuvo a su cuidado.
La
vida no tiene libros a préstamo. Ni lápices ni cuadernos.
Quienes
esperan sin tiempo hace tiempo que están esperando.
No
hay deudas. No sé si las hubo, tal vez las hubo, las hubo.
Tanto
duele ser deudor como adeudado.
Esto
es la paz. Borrar las deudas si hubo deudas.
No
es la hora de hacer cuentas o desempolvar sumarios,
sino
la hora de ordenarlo todo en la memoria
para
que la memoria haga su minucioso trabajo.
Ahora,
ahí sentado, a punto de irte, pareces el muchacho imberbe.
Ya
nadie quiere pedirle explicaciones al anciano.
Ya
no importa qué sucedió en el tránsito del muchacho al senescente.
También
esto es la paz. Borrar. Detenernos en este cigarro.
No
nos hemos entendido, somos dos desconocidos.
Anduvimos
por el mundo como dos extraños.
Y
si se volviera a empezar, todo volvería a ser lo mismo.
Hacer
de la oportunidad una maldición es nuestro trabajo.
Y
nuestro trabajo es olvidar nuestro oficio de alfareros.
Era
nuestro papel como personajes homéricos, nuestro pacto.
Traspasé
el balcón hasta el útero que el destino guarda
en
este mundo, nuestros mundos, a la tarea que acordamos.
No
me amaste, tal vez no amaste a nadie. O lo callaste.
¿O
amaste tanto, al extremo de morir para salvarnos?
No
importa, oh, sí, el amor, aprendí a amar desde su ausencia.
Se
grabó en mi carne, está ahí, en la trama de mi osario,
en
el barro del corazón y en el antiguo nombre de las fibras.
Y
ahora sé que es el único alimento necesario.
Hoy
es el último día, aunque queden días todavía.
Nacer
y morir es un hecho rutinario y cotidiano.
No
hará falta, pero sabes que siempre acudiré a París.
Se
ve desde las calles del cielo que tú has imaginado.
Ahora
tendrás que cerrar los ojos y abandonarte.
Gaviota
trascendida, tendrás alas para ir al otro lado.
Ve
tranquilo, son mis alas, las entrené para este vuelo.
Es
la hora en que todo se torna transparente. No hagas repaso.
Escucha
a Juan Salvador, que aprendió en los libros de los dioses.
Ahora
ya no puedo abrazarte, jamás nos abrazamos.
Ya
no hay casa, refugio ni frontera, el sueño de ser sólo.
Se
desvanece la caverna, puedes verla hecha pedazos,
puedes
verte solo, desnudo, pero no abandonado.
Puedes
ver el mito de dios, adivinar la nada,
y
puedes ver que dios siempre está a mano.
Puedes
mirarte en él cara a cara. Todo está consumado.
La
nada, dios y el paraíso están del mismo lado.
Se
puede morir sin morir, aunque se muera.
Morir
no es morir, no se muere, aunque muramos.
Y
aunque haya un tiempo para el tiempo, este tiempo.
Al
final, si lo miras, con dolor o sin dolor, no hicimos un mal trabajo.
Te
ríes y, en tu risa, se ve de nuevo al muchacho.
Ya
está, adiós cigarro, el tuyo, el mío, consumidos ambos.
Sus
vencidas cenizas desvelan la fugacidad en este tiempo.
No
lo olvides: llevas alas y un cielo te está esperando.
No
hay más extensa soledad que la del llanto solitario.
El
mapa para llegar está en el corazón impreso.
No
seré yo quien escriba la última palabra, aquélla,
aunque
haya necesariamente uno, éste, último verso.

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