Plaza de la Villa, Madrid
Qué pequeño es Madrid, a
veces.
Te cabría en un bolsillo
como cabe
una tarjeta de crédito.
O un pañuelo.
O una baraja
que mezcla Tamarit
y esconde bajo la manga.
Madrid existe de milagro.
Alguien lo inventó
para un imperio,
y fue centro de horror
y de miserias
hasta hace pocos años.
Ciudad en blanco y negro
o ciudad de las postales.
De ciudadanos excluidos
y gobernantes mezquinos.
¿Sería lo mismo
si no estuvieras aquí
mañana,
si no estuviera yo,
si se borrara nuestra
huella
de los itinerarios?
¿No te lo había
contado?
No queda nada
No queda nada
del viejo poblacho
castellano.
Símbolos de una corte
de cochambre, sí.
Y el apagado lustre
de unos pocos hombres
extraordinarios
que escribieron o pintaron
a pesar de la mugre
de la historia.
Y quedan tres o cuatro
malditos,
de ayer o esta mañana,
el recorrido del alcohol
y de la droga,
y un arte menor
que cuesta llamar arte
aunque se venda.
Me gusta el Madrid
pequeño.
El de tu calle,
que resulta manejable.
Y el itinerario del parque
del Retiro.
En el bolso, podría
servir
para calentarnos las manos
en invierno.
Aunque no siempre
sea su acogida cálida,
con sus aceras rotas
y las calles sublevadas,
como cordilleras infames.
Lo prefiero pequeño,
a la altura de los pies
y de los ojos,
aunque sea como un piso
de extrarradio,
con trastos para
tropezarse
en el pasillo
y desconchones
en el sótano.
Quizá no hay cielo
donde hubo cielo,
la oscura luz que pesa,
y confunde la noche
con la tarde.
Me gusta el Madrid pequeño
que imagino de la mano.
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