Resulta
fácil llegar en metro hasta el Teatro Real. Frente a su fachada
este, antiguo acceso del público, está la boca del metro de Ópera.
Normalmente, merece la pena hacer el pequeño esfuerzo del viaje, y
hoy también ha merecido la pena. Uno ha visto a un hombre hermoso
con una hermosísima voz, tal vez la mejor desde la muerte de
Pavarotti. Desde las tripas oscuras de Madrid, uno accede a la
vomitona humana de la calle, rodea la fachada del acceso de artistas
del teatro y llega hasta la plaza de Oriente, cuyo nombre le viene
por estar precisamente a oriente del Palacio Real. Serpea por entre
las sillas azules del Ayuntamiento, llega hasta la fuente central y
se gira: arde por el azote del sol la fachada oeste del teatro, sobre
la que han instalado una pantalla. Elijo la última silla, junto a un
seto: las demás sillas están muy cerca o se ocultan entre árboles
y arizónicas. Todavía no son las 8 y todavía el panorama parece un
desierto con un oasis de sillas vacías.
Antes
de que el tenor se asome a la balconada para saludarnos y cantar a
capella un fragmento de la flor de la canela, han sucedido muchas
cosas y a todas se ha sobrepuesto una voz prodigiosa. Nos han
entregado un programita de culto a la personalidad, donde no se habla
de música, sino que se hace una relación de títulos y premios, muy
propio para avisados. Hemos sabido por sus píos lastimeros que los
guácharos empiezan a abandonar los nidos de los gorriones. Una
mendiga ha recorrido los pasillos de sillas pidiendo, no sé si para
un bocadillo o para una raya de cocaína. Y hemos sabido del rumor
del agua que cae en la fuente a nuestra espalda. Así ha finalizado
la primera parte dedicada a Rossini. Madrid agrisa su cielo con la
caída de la tarde. Más allá de las sillas, imagino a la gente
atropada porque me llega el estruendo de los aplausos. Vienen y van
los oyentes, cada uno con su razón, supongo, no hay más compromiso
que la magia de la música.
Quizá
porque ha ido cayendo la tarde hasta aparecer los murciélagos, quizá
porque la segunda parte está concebida con desenfado o porque hay
textos muy conocidos en castellano, se percibe todo con una emoción
distinta. Por eso nos regala cuatro propinas y nadie tiene en cuenta
la misoginia de algunas letras. Tenemos que quedarnos con la voz,
sólo con la voz, y con el piano que la acompaña. Es decir, con la
música como lenguaje de los sonidos. Se nos ha recordado que se
cumplen diez años de la muerte de Krauss. Y comprobamos que ciertas
formas de expresión artística también son posibles en este Madrid
puritano y paleto.
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