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miércoles, 3 de junio de 2009

Juan Diego Flórez en el Real






Resulta fácil llegar en metro hasta el Teatro Real. Frente a su fachada este, antiguo acceso del público, está la boca del metro de Ópera. Normalmente, merece la pena hacer el pequeño esfuerzo del viaje, y hoy también ha merecido la pena. Uno ha visto a un hombre hermoso con una hermosísima voz, tal vez la mejor desde la muerte de Pavarotti. Desde las tripas oscuras de Madrid, uno accede a la vomitona humana de la calle, rodea la fachada del acceso de artistas del teatro y llega hasta la plaza de Oriente, cuyo nombre le viene por estar precisamente a oriente del Palacio Real. Serpea por entre las sillas azules del Ayuntamiento, llega hasta la fuente central y se gira: arde por el azote del sol la fachada oeste del teatro, sobre la que han instalado una pantalla. Elijo la última silla, junto a un seto: las demás sillas están muy cerca o se ocultan entre árboles y arizónicas. Todavía no son las 8 y todavía el panorama parece un desierto con un oasis de sillas vacías.

Antes de que el tenor se asome a la balconada para saludarnos y cantar a capella un fragmento de la flor de la canela, han sucedido muchas cosas y a todas se ha sobrepuesto una voz prodigiosa. Nos han entregado un programita de culto a la personalidad, donde no se habla de música, sino que se hace una relación de títulos y premios, muy propio para avisados. Hemos sabido por sus píos lastimeros que los guácharos empiezan a abandonar los nidos de los gorriones. Una mendiga ha recorrido los pasillos de sillas pidiendo, no sé si para un bocadillo o para una raya de cocaína. Y hemos sabido del rumor del agua que cae en la fuente a nuestra espalda. Así ha finalizado la primera parte dedicada a Rossini. Madrid agrisa su cielo con la caída de la tarde. Más allá de las sillas, imagino a la gente atropada porque me llega el estruendo de los aplausos. Vienen y van los oyentes, cada uno con su razón, supongo, no hay más compromiso que la magia de la música.


Quizá porque ha ido cayendo la tarde hasta aparecer los murciélagos, quizá porque la segunda parte está concebida con desenfado o porque hay textos muy conocidos en castellano, se percibe todo con una emoción distinta. Por eso nos regala cuatro propinas y nadie tiene en cuenta la misoginia de algunas letras. Tenemos que quedarnos con la voz, sólo con la voz, y con el piano que la acompaña. Es decir, con la música como lenguaje de los sonidos. Se nos ha recordado que se cumplen diez años de la muerte de Krauss. Y comprobamos que ciertas formas de expresión artística también son posibles en este Madrid puritano y paleto.

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