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domingo, 31 de mayo de 2009

Escrito en el metro





Esto lo he escrito esta mañana (aclaro en el paréntesis que se trata de la mañana del viernes), en el metro, entre sus movimientos, sus traqueteos, arranques, paradas, cambios de línea, la monotonía de sus ruidos, sus olores, de pie, sentado,… apenas sin interrupciones. Me ha salido con una letra menuda, muy menuda, atropellada, que he tenido que adivinar al releer y pasar a limpio en el ordenador. Siempre llevo una hoja de papel en blanco, cuidadosamente doblada en octavillas, donde anoto. Luego surge un poema, un relato, una reflexión. En esta ocasión son dos hojas recicladas de la oficina, del viejo manual de riesgos laborales. Hubo períodos en mi vida en que estas hojas se acumularon. Y resultaba gracioso releerlas con el paso del tiempo, cuando la emoción que las produjo ya estaba lejana.

Lo que aquí se copia es el resultado, entonces, de una mañana efervescente de viernes. Se hace alguna pequeña corrección, algún añadido aclaratorio y se suprime algún párrafo que queda para otro día. Con esto vamos más que servidos.

Recuerdo lo que escribí en la 1ª o 2ª entrada del blog. Efectivamente, esto es una forma de desnudez. Y quizá por eso uno calla o matiza hasta desvirtuar o desvirtuarse en algunas entradas. Todos los blogs son una forma de desnudez. Todos. Hasta los más anodinos. Hasta los menos personales. Los de noticias, los de astronomía, los de cocina también son una forma de desnudez. Las palabras nos traicionan. Por sus intersticios nos derramamos. Sin darnos cuenta. Bastaría que alguien fuese capaz de leer en ese derramamiento. Como quien aprendió a leer el destino en los posos del café. Cada página del blog es como una fotografía, el retrato de un instante o una serie de instantes. Si uno sigue un blog, puede esbozar la trayectoria vital de su autor. Algún aspecto de su personalidad, al menos, que, si se observa con perspicacia, acaba por ofrecer un retrato que al mismo autor le sorprendería.

Así que decido olvidar que puede haber alguien al otro lado. Si nadie me lee, puedo escribir como si anduviera en cueros por mi casa cuando estoy solo. ¿Me entrego, entonces, a esa otra forma de entender el blog: la exhibición? No sé. Uno también se exhibe. Se desnuda y se exhibe. No sé si como terapia o como llamada de atención, por regeneración o súplica, por reconstrucción o como grito de socorro ante quien tiene el poder de ayudarnos, aunque la mejor ayuda, de necesitarla, siempre está en nuestra propia mano. Estamos en reconstrucción. Nacemos y morimos cada día. Operamos sobre nosotros cada día para cambiarnos, para superar nuestras limitaciones. Ejercemos de alfareros. Dejamos de ser para ser otro, sin dejar de ser el mismo, probablemente.

Recuerdo un viejo debate que nos propuso el profesor de filosofía en bachillerato, o sea, hace 40 años. Decía: cualquiera puede definir el caballo, sabe qué es un caballo. Si le corto una pata, ¿sigue siendo un caballo? ¿Y si le corto dos? ¿Y dos y el rabo? ¿Si le corto la cabeza? ¿Cuándo un caballo deja de ser caballo? Sin una pata o dos patas es un caballo cojo. Así que ¿cuándo deja de ser un caballo? Es más: ¿cuándo deja de ser ese caballo? Si muere, decimos que es un caballo muerto, o sea, que sigue siendo un caballo. ¿Ya no es ese caballo una vez muerto? Si cada día me reconstruyo, me transformo, ¿cuándo dejo de ser yo para ser otra persona? ¿Hasta qué punto soy otra persona? ¿Qué hay hoy en mí de aquel adolescente que intervino en ese elemental debate? También me podría preguntar: ¿cuándo empezó a ser caballo y cuándo empezó a ser ese caballo? Es decir: ¿cuándo empecé a ser hombre y cuándo empecé a ser yo? ¿A dónde me dirijo? ¿A mi transformación? La mía, la personal. ¿A la transformación de la humanidad? ¿Hacia otro hombre o sólo hacia otra persona? Los primates devinieron en hombres porque alguno de ellos, algún día, operó el primer cambio irreversible que habría de transformarlos definitivamente para dar lugar a una nueva especie. El cambio de todos requiere el cambio de cada uno de nosotros. Es verdad que sigue habiendo primates y es verdad, también, que aquí estamos los hombres.

En medio de esa reflexión está Darwin, como es lógico. Y están Parménides y Heráclito, la trascendencia, la vida o las vidas, el sustrato de lo que, en realidad, somos y el paraíso hacia el que nos encaminamos, el marxismo, Plank, Einstein,…. Y podríamos acabar reflexionando sobre el aborto o sobre el testamento vital, el derecho a vivir o a morir, a elegir nuestra vida o nuestra muerte. Tal vez sea otro día. Hoy me interesa la naturaleza de las preguntas. Quiero saber por qué me hago estas preguntas, si me interrogo porque me interesan esos temas. Y creo que no me interesan en absoluto. En realidad, me intereso por mí mismo. Platón no se interesaba por el hombre, se interesaba por su identidad. Platón le preguntaba a Platón y trataba de encontrar respuestas para Platón. Siempre ha sido así, siempre será así. Los alquimistas siempre fueron, en ese sentido, más honestos: sólo se interesaban en sí mismos, en su transformación personal. Claro que toda transformación individual acarrea la colectiva, y la colectiva induce la individual. Quizá no sea posible la una sin la otra (Marx y Plank de nuevo).

Lo digo otra vez: sólo me intereso por mí mismo. Tal vez por eso me he puesto a escuchar con especial atención estos días. Y he descubierto que el universo está lleno de silbidos. De esos de los que alguna vez debió emitir la Bacall. Signo de que estamos solos. O de que nos sentimos solos. Absolutamente solos. O signo que de andamos con antifaz sobre los ojos del alma. Y no vemos. No estamos ciegos, andamos ciegos. Nos vemos solos, y lo estamos, ciertamente, pero no desolados ni abandonados. Nadie puede comer nuestra comida, beber nuestra agua, vestirse por nosotros, respirar por nosotros, hablar en nuestro lugar con nuestro perro, nacer o vivir por nosotros. La vida es una tarea solitaria, pero no estamos condenados a la soledad, soledad no es calidad de solo. Estamos en nuestras manos. Somos alfareros y la arcilla es la materia de la que estamos hechos. Bien lo sabían los viejos alquimistas, aunque siempre fueran vistos como personajes oscuros. A mí me parecen luminosos. Algunas veces, sin embargo, en medio de toda esta retórica, lo que uno quiere, en realidad, es que el aire que respira solo llegue impregnado de algunos amados aromas y por eso silba.

Creo que el amor es la única realidad que nos gobierna y de la que solemos huir despavoridos. Y nos asimos desesperados a subproductos. Queremos pero no amamos. Hacemos el amor pero no amamos. Y, claro, vivimos historias de convivencia o tenemos amantes. Pero no amamos. No queremos sentirnos concernidos. Nos compromete. Amar es fusión y confusión. Es decir, unión y mezcla hasta hacer desaparecer los perfiles personales, sin que uno desaparezca. Uno es uno más que nunca, más que nunca tiene identidad propia y más que nunca se diluye en el otro, al tiempo que el otro se diluye en uno. Y no me refiero sólo del amor de pareja, aunque piense esencialmente en él y sea éste su paradigma. El amor nos reconoce como individuos más que nunca, nos dota de importancia más que nunca, nos entrega la calidad de solo más que nunca, pero nos libera de la soledad. El amor construye una trama de complicidades que reúne y mezcla pero no confunde. Nada es posible sin amor. Sólo la destrucción, como sentencia Aleixandre.

El amor no duele, no hace daño. Duele la confusión. Duele la práctica, la mala praxis, el error en el concepto. ¿Qué puede esperarse de las medias naranjas? El amor es esencialmente indoloro. Pero lo confundimos, nos confundimos. El registro civil es un registro de la propiedad. Nos apropiamos del otro. Nos apropiamos de la relación. Por eso duele. Duele lo que se pierde. Y nos aterra porque nos cambia.

Amo. Lo sé. Hoy lo acepto. Lo exalto. Y me regocija. Me ilumina. Y es posible que no me amen. También lo acepto. No sería amor mi sentimiento en otro caso. El amor no pide nada a cambio. No pide nada. Esa es, también, su esencia. Me siento liberado, ligero, como si pesase menos, navegador cristalino del espacio y del tiempo. Amar no es imponer. No se impone el amor ni la presencia ni el recuerdo ni la imagen. Sólo se ama.

Erich Fromm reflexionó sobre este sentimiento.

Amo a mi hijo, por ejemplo, pero puede que él no lo sepa. Amo a una mujer, pero puede que ella no lo entienda. Pueden ambos estar confundidos o puedo estar confundido yo, podría no amar al uno ni a la otra. Podría estar cobijándome, refugiándome, es decir, engañándome. Ahí nace y anida el dolor, en la confusión.

Cuando salgo siempre llevo un libro en el bolso. Junto con las octavillas y el lápiz o el bolígrafo. Y leo en el metro o en el parque. Hoy no he leído, he escrito. Y he agotado mis octavillas. Se ve que necesitaba vaciarme. Más que nunca estoy escribiendo para mí mismo. Para entender y entenderme. Escribo con bolígrafo sobre el libro que no he abierto, aunque los instrumentos que más amo son el lápiz y una estilográfica. Hace tiempo que no tengo estilográfica, desde aquella Montblanc que me regaló un profesor en bachillerato por mi buen latín o la Parker que perdí, encontré y volví a encontrar y a perder. Me gusta el punto y el tacto de la Parker. O me gustaba. De la Parker 21. Cómo se desliza. Aunque he probado con otras muchas, incluso rotuladores, como los modernos Pilot. Pero ninguno me gustó. Siento el lápiz y la pluma como parte de mí mismo, como mis propios dedos. En el ordenador escribo, pero no directamente. Antes lo hago sobre el papel. Tampoco me gustaba la máquina de escribir, aunque recuerdo con afecto mi vieja Olympia, aunque sólo la usaba para pasar a limpio.

Habría que hablar de brujos, de realidad y fantasía. De ciencia, de modos de indagar alternativos. ¿Hasta qué punto lo que llamamos realidad no es fantasía? O confusión. ¿No nos engañan nuestros ojos o nuestros oídos? ¿O no nos muestran, al menos, sesgada la realidad? Cuando nos abrimos inocentemente, como hacen los niños, cuando ponemos en marcha nuestra imaginación y nuestra capacidad de asombro, ¿no nos acercamos a la realidad más que de ninguna otra manera? Habría que hablar de las religiones como mito y/o superstición, de la ciencia como dogma, aliadas consustanciales de una forma de ejercer el poder.

Pero al final de todo esto uno siempre vendería su alma por la persona que ama. Por la persona concreta que viste pantalón vaquero y camiseta y se deja la melena suelta. El mundo es azul por esa causa. ¿Acaso no es transformador perderse en su nariz o en su oreja izquierda, por ejemplo? ¿No es revolucionario?


Cuando empezaba a trasladar las octavillas al ordenador, una amiga me recordaba en un correo que escribir es un acto de amor. Lo dijo Onetti en alguna parte, sí. Seguramente es verdad. Comer también es un acto de amor. Y reír, barrer, mirar el cielo,…. cualquiera de nuestros actos puede devenir en acto de amor. Es la actitud. Lo dice el zen, he podido experimentarlo, y lo explica perfectamente Osho, aunque refiriéndose a la meditación, en algunos casos, y a la creatividad, en otros. En el fondo, amor, creatividad y meditación son exactamente lo mismo. O están hechos con los mismos materiales de los que se hace la vida, nuestra arcilla. Y no hay otro hacedor que nuestras manos.

1 comentario:

mariajesusparadela dijo...

Siempre me ha encantado ese tipo de revolución.