Esto
lo he escrito esta mañana (aclaro en el paréntesis que se trata de
la mañana del viernes), en el metro, entre sus movimientos, sus
traqueteos, arranques, paradas, cambios de línea, la monotonía de
sus ruidos, sus olores, de pie, sentado,… apenas sin
interrupciones. Me ha salido con una letra menuda, muy menuda,
atropellada, que he tenido que adivinar al releer y pasar a limpio
en el ordenador. Siempre llevo una hoja de papel en blanco,
cuidadosamente doblada en octavillas, donde anoto. Luego surge un
poema, un relato, una reflexión. En esta ocasión son dos hojas
recicladas de la oficina, del viejo manual de riesgos laborales. Hubo
períodos en mi vida en que estas hojas se acumularon. Y resultaba
gracioso releerlas con el paso del tiempo, cuando la emoción que las
produjo ya estaba lejana.
Lo
que aquí se copia es el resultado, entonces, de una mañana
efervescente de viernes. Se hace alguna pequeña corrección, algún
añadido aclaratorio y se suprime algún párrafo que queda para otro
día. Con esto vamos más que servidos.
Recuerdo
lo que escribí en la 1ª o 2ª entrada del blog. Efectivamente, esto
es una forma de desnudez. Y quizá por eso uno calla o matiza hasta
desvirtuar o desvirtuarse en algunas entradas. Todos los blogs son
una forma de desnudez. Todos. Hasta los más anodinos. Hasta los
menos personales. Los de noticias, los de astronomía, los de cocina
también son una forma de desnudez. Las palabras nos traicionan. Por
sus intersticios nos derramamos. Sin darnos cuenta. Bastaría que
alguien fuese capaz de leer en ese derramamiento. Como quien aprendió
a leer el destino en los posos del café. Cada página del blog es
como una fotografía, el retrato de un instante o una serie de
instantes. Si uno sigue un blog, puede esbozar la trayectoria vital
de su autor. Algún aspecto de su personalidad, al menos, que, si se
observa con perspicacia, acaba por ofrecer un retrato que al mismo
autor le sorprendería.
Así
que decido olvidar que puede haber alguien al otro lado. Si nadie me
lee, puedo escribir como si anduviera en cueros por mi casa cuando
estoy solo. ¿Me entrego, entonces, a esa otra forma de entender el
blog: la exhibición? No sé. Uno también se exhibe. Se desnuda y se
exhibe. No sé si como terapia o como llamada de atención, por
regeneración o súplica, por reconstrucción o como grito de socorro
ante quien tiene el poder de ayudarnos, aunque la mejor ayuda, de
necesitarla, siempre está en nuestra propia mano. Estamos en
reconstrucción. Nacemos y morimos cada día. Operamos sobre nosotros
cada día para cambiarnos, para superar nuestras limitaciones.
Ejercemos de alfareros. Dejamos de ser para ser otro, sin dejar de
ser el mismo, probablemente.
Recuerdo
un viejo debate que nos propuso el profesor de filosofía en
bachillerato, o sea, hace 40 años. Decía: cualquiera puede definir
el caballo, sabe qué es un caballo. Si le corto una pata, ¿sigue
siendo un caballo? ¿Y si le corto dos? ¿Y dos y el rabo? ¿Si le
corto la cabeza? ¿Cuándo un caballo deja de ser caballo? Sin una
pata o dos patas es un caballo cojo. Así que ¿cuándo deja de ser
un caballo? Es más: ¿cuándo deja de ser ese caballo? Si muere,
decimos que es un caballo muerto, o sea, que sigue siendo un caballo.
¿Ya no es ese caballo una vez muerto? Si cada día me reconstruyo,
me transformo, ¿cuándo dejo de ser yo para ser otra persona? ¿Hasta
qué punto soy otra persona? ¿Qué hay hoy en mí de aquel
adolescente que intervino en ese elemental debate? También me podría
preguntar: ¿cuándo empezó a ser caballo y cuándo empezó a ser
ese caballo? Es decir: ¿cuándo empecé a ser hombre y cuándo
empecé a ser yo? ¿A dónde me dirijo? ¿A mi transformación? La
mía, la personal. ¿A la transformación de la humanidad? ¿Hacia
otro hombre o sólo hacia otra persona? Los primates devinieron en
hombres porque alguno de ellos, algún día, operó el primer cambio
irreversible que habría de transformarlos definitivamente para dar
lugar a una nueva especie. El cambio de todos requiere el cambio de
cada uno de nosotros. Es verdad que sigue habiendo primates y es
verdad, también, que aquí estamos los hombres.
En
medio de esa reflexión está Darwin, como es lógico. Y están
Parménides y Heráclito, la trascendencia, la vida o las vidas, el
sustrato de lo que, en realidad, somos y el paraíso hacia el que nos
encaminamos, el marxismo, Plank, Einstein,…. Y podríamos acabar
reflexionando sobre el aborto o sobre el testamento vital, el derecho
a vivir o a morir, a elegir nuestra vida o nuestra muerte. Tal vez
sea otro día. Hoy me interesa la naturaleza de las preguntas. Quiero
saber por qué me hago estas preguntas, si me interrogo porque me
interesan esos temas. Y creo que no me interesan en absoluto. En
realidad, me intereso por mí mismo. Platón no se interesaba por el
hombre, se interesaba por su identidad. Platón le preguntaba a
Platón y trataba de encontrar respuestas para Platón. Siempre ha
sido así, siempre será así. Los alquimistas siempre fueron, en ese
sentido, más honestos: sólo se interesaban en sí mismos, en su
transformación personal. Claro que toda transformación individual
acarrea la colectiva, y la colectiva induce la individual. Quizá no
sea posible la una sin la otra (Marx y Plank de nuevo).
Lo
digo otra vez: sólo me intereso por mí mismo. Tal vez por eso me he
puesto a escuchar con especial atención estos días. Y he
descubierto que el universo está lleno de silbidos. De esos de los
que alguna vez debió emitir la Bacall. Signo de que estamos solos. O
de que nos sentimos solos. Absolutamente solos. O signo que de
andamos con antifaz sobre los ojos del alma. Y no vemos. No estamos
ciegos, andamos ciegos. Nos vemos solos, y lo estamos, ciertamente,
pero no desolados ni abandonados. Nadie puede comer nuestra comida,
beber nuestra agua, vestirse por nosotros, respirar por nosotros,
hablar en nuestro lugar con nuestro perro, nacer o vivir por
nosotros. La vida es una tarea solitaria, pero no estamos condenados
a la soledad, soledad no es calidad de solo. Estamos en nuestras
manos. Somos alfareros y la arcilla es la materia de la que estamos
hechos. Bien lo sabían los viejos alquimistas, aunque siempre fueran
vistos como personajes oscuros. A mí me parecen luminosos. Algunas
veces, sin embargo, en medio de toda esta retórica, lo que uno
quiere, en realidad, es que el aire que respira solo llegue
impregnado de algunos amados aromas y por eso silba.
Creo
que el amor es la única realidad que nos gobierna y de la que
solemos huir despavoridos. Y nos asimos desesperados a subproductos.
Queremos pero no amamos. Hacemos el amor pero no amamos. Y, claro,
vivimos historias de convivencia o tenemos amantes. Pero no amamos.
No queremos sentirnos concernidos. Nos compromete. Amar es fusión y
confusión. Es decir, unión y mezcla hasta hacer desaparecer los
perfiles personales, sin que uno desaparezca. Uno es uno más que
nunca, más que nunca tiene identidad propia y más que nunca se
diluye en el otro, al tiempo que el otro se diluye en uno. Y no me
refiero sólo del amor de pareja, aunque piense esencialmente en él
y sea éste su paradigma. El amor nos reconoce como individuos más
que nunca, nos dota de importancia más que nunca, nos entrega la
calidad de solo más que nunca, pero nos libera de la soledad. El
amor construye una trama de complicidades que reúne y mezcla pero no
confunde. Nada es posible sin amor. Sólo la destrucción, como
sentencia Aleixandre.
El
amor no duele, no hace daño. Duele la confusión. Duele la práctica,
la mala praxis, el error en el concepto. ¿Qué puede esperarse de
las medias naranjas? El amor es esencialmente indoloro. Pero lo
confundimos, nos confundimos. El registro civil es un registro de la
propiedad. Nos apropiamos del otro. Nos apropiamos de la relación.
Por eso duele. Duele lo que se pierde. Y nos aterra porque nos
cambia.
Amo.
Lo sé. Hoy lo acepto. Lo exalto. Y me regocija. Me ilumina. Y es
posible que no me amen. También lo acepto. No sería amor mi
sentimiento en otro caso. El amor no pide nada a cambio. No pide
nada. Esa es, también, su esencia. Me siento liberado, ligero, como
si pesase menos, navegador cristalino del espacio y del tiempo. Amar
no es imponer. No se impone el amor ni la presencia ni el recuerdo ni
la imagen. Sólo se ama.
Erich
Fromm reflexionó sobre este sentimiento.
Amo
a mi hijo, por ejemplo, pero puede que él no lo sepa. Amo a una
mujer, pero puede que ella no lo entienda. Pueden ambos estar
confundidos o puedo estar confundido yo, podría no amar al uno ni a
la otra. Podría estar cobijándome, refugiándome, es decir,
engañándome. Ahí nace y anida el dolor, en la confusión.
Cuando
salgo siempre llevo un libro en el bolso. Junto con las octavillas y
el lápiz o el bolígrafo. Y leo en el metro o en el parque. Hoy no
he leído, he escrito. Y he agotado mis octavillas. Se ve que
necesitaba vaciarme. Más que nunca estoy escribiendo para mí mismo.
Para entender y entenderme. Escribo con bolígrafo sobre el libro que
no he abierto, aunque los instrumentos que más amo son el lápiz y
una estilográfica. Hace tiempo que no tengo estilográfica, desde
aquella Montblanc que me regaló un profesor en bachillerato por mi
buen latín o la Parker que perdí, encontré y volví a encontrar y
a perder. Me gusta el punto y el tacto de la Parker. O me gustaba. De
la Parker 21. Cómo se desliza. Aunque he probado con otras muchas,
incluso rotuladores, como los modernos Pilot. Pero ninguno me gustó.
Siento el lápiz y la pluma como parte de mí mismo, como mis propios
dedos. En el ordenador escribo, pero no directamente. Antes lo hago
sobre el papel. Tampoco me gustaba la máquina de escribir, aunque
recuerdo con afecto mi vieja Olympia, aunque sólo la usaba para
pasar a limpio.
Habría
que hablar de brujos, de realidad y fantasía. De ciencia, de modos
de indagar alternativos. ¿Hasta qué punto lo que llamamos realidad
no es fantasía? O confusión. ¿No nos engañan nuestros ojos o
nuestros oídos? ¿O no nos muestran, al menos, sesgada la realidad?
Cuando nos abrimos inocentemente, como hacen los niños, cuando
ponemos en marcha nuestra imaginación y nuestra capacidad de
asombro, ¿no nos acercamos a la realidad más que de ninguna otra
manera? Habría que hablar de las religiones como mito y/o
superstición, de la ciencia como dogma, aliadas consustanciales de
una forma de ejercer el poder.
Pero
al final de todo esto uno siempre vendería su alma por la persona
que ama. Por la persona concreta que viste pantalón vaquero y
camiseta y se deja la melena suelta. El mundo es azul por esa causa.
¿Acaso no es transformador perderse en su nariz o en su oreja
izquierda, por ejemplo? ¿No es revolucionario?
Cuando
empezaba a trasladar las octavillas al ordenador, una amiga me
recordaba en un correo que escribir es un acto de amor. Lo dijo
Onetti en alguna parte, sí. Seguramente es verdad. Comer también es
un acto de amor. Y reír, barrer, mirar el cielo,…. cualquiera de
nuestros actos puede devenir en acto de amor. Es la actitud. Lo dice
el zen, he podido experimentarlo, y lo explica perfectamente Osho,
aunque refiriéndose a la meditación, en algunos casos, y a la
creatividad, en otros. En el fondo, amor, creatividad y meditación
son exactamente lo mismo. O están hechos con los mismos materiales
de los que se hace la vida, nuestra arcilla. Y no hay otro hacedor
que nuestras manos.
1 comentario:
Siempre me ha encantado ese tipo de revolución.
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