Otra
vez en una mesa camilla.
A
aquella fecha añadimos trece años,
la
medida de una nueva adolescencia.
Tenía
que pasar este tiempo:
han
sido tres hijos y una historia rota.
Otra
vez el encuentro con el idioma,
con
el reto del papel en blanco.
Cuánto
tiempo nos tuvimos olvidados:
las
palabras solas, yo deshabitado.
Otra
vez con ellas la lucha fratricida
hasta
herirnos y sangrar;
hasta
abrazarnos luego, cómplices
de
mil finales, del amor,
del
proyecto de vivir.
La
mesa y yo no somos los mismos.
Nos
reconocemos, surge el guiño,
pero
no somos los mismos.
Ella,
condenada para emerger de nuevo.
A
mí me ha ido cambiando el viento;
el
sol, también; también los cielos.
Algo
ha ido muriendo
y
algo ahora es aquí nuevo.
Las
palabras son las mismas
pero
su desafío es otro.
Amor,
orden en el mundo,
luz,
flecha, manzana, signo
continúan
significando lo mismo.
El
corazón no ha cambiado de sitio.
Ni
la mano que escribe;
el
lápiz, sí; el lápiz, el papel,
el
liso desierto circular
y
el tiempo en el que escribo.
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