Mario Benedetti
Cuando saltan las cicatrices
y se reabren las heridas,
cuando asoma la morbosa recidiva,
cuando los sueños dan paso
a la triste realidad de las trincheras,
cuando el vacío invade las manos,
cuando ya nada queda,
cuando París es hurtado
o se abandona París,
cuando ya no hay amor,
despreciado o prostituido,
y huye, también, la amante sucesiva
y no queda ni el fulgor del orgasmo
para entender el misterio de los
dioses,
conviene tener a mano a un amigo,
Mario,
y a un poeta,
Benedetti.
Un amigo generoso
y un poeta exuberante.
Y, entonces, te mueres.
Te vas,
te mueres,
nos abandonas.
Te añades
a mi colección de cadáveres amados.
Blas,
Gabriel,
Pablo,
José, o Pepe,
Ángel,
Luis,
Rafael,
muertos.
Y, con ellos, tú.
Todos, muertos.
Con otros muertos antiguos:
Antonio,
Miguel,
Federico,
León Felipe.
Espera, amigo,
que voy a tu encuentro.
Deshago los nudos
que me atan,
son pocos
y están vencidos,
o corto la cuerda
si se resisten.
Estoy allí esta tarde,
no mañana,
esta tarde,
mañana es demasiado tiempo.
Déjame morir esta tarde,
sólo morir,
ir sin regreso,
no estar aquí
ni en el recuerdo,
estar donde uno quiere
vivir y morir,
sin que morir sea una tragedia,
en el cielo de los hombres buenos,
habitante entre palabras.
Háblame de las avenidas,
de los campos verdes,
de las luces que iluminan,
si hacen falta luces en el cielo,
de las voces que suenan
y escuchas plácido,
abandonado en tu memoria.
¿Ves París desde tu cielo?
¿Ves la luna,
los corazones limpios,
que saben como nadie de los nombres?
¿A qué huele la risa franca?
¿De qué color son los sueños,
si es que hay sueños en la casa?
No quiero llorar esta mañana
con la noticia de la radio.
Tú te has muerto, compañero,
y ya estamos todos huérfanos.
Palabras huérfanas
y oficio sin artesano.
Te llevaste el misterio
éste de construir los versos.
Te has muerto muy temprano.
Muerto tú y fenecida ella,
muertos todos los muertos,
el mundo ha cerrado sus puertas:
ni nombre ni palabra
dignos de pronunciarse.
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