Podríamos
hablar del deporte como negocio o como espectáculo, o hacer
disquisiciones éticas sobre lo que cobran algunos deportistas o la
cuantía de los premios de algunos torneos de tenis o atletismo.
Podemos pensar, también, por ejemplo, en Rafael Nadal o en cualquier
modesto maratoniano de los que ayer corrieron por las calles de
Madrid. Podemos pensar en las personas, en las claves de su lucha o
de su esfuerzo, en el que se entrena porque sí o en el que sigue
compitiendo cuando cualquier motivación económica ya está
claramente sobrepasada.
Podemos
pensar en el deporte como rito de iniciación, como paradigma de la
meditación zen, en el deportista como chamán o como guerrero. En el
deportista que se esfuerza por superar un reto que está en si mismo
o para vencer a un adversario. Y quizá podamos compararlo con el
estudiante, que se enfrenta con la aridez de los libros, a su propia
ignorancia, al dolor del esfuerzo, al desafío de los exámenes, a la
competencia de sus compañeros, a la vara de medir del profesor. O
compararlo con la aventura de vivir, desde que naces hasta que un día
te despides con la sensación cierta de haber alcanzado los
objetivos.
Podemos
reflexionar sobre todo eso y podemos hacerlo desde el muchacho de 22
años que se propone y alcanza metas, habitualmente pequeñas (jugar
mejor en el siguiente partido de lo que ha jugado en el que
concluye), que acaban por situarlo en metas de mayor calado. Y
podemos reflexionar desde el tenis, un deporte que representa como
pocos el tránsito, sin solución, entre el éxito y el fracaso: hoy
acabas un torneo vapuleado y te ofrece la oportunidad mañana de
vencer en el siguiente torneo.
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