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lunes, 27 de abril de 2009

Rafael Nadal




Podríamos hablar del deporte como negocio o como espectáculo, o hacer disquisiciones éticas sobre lo que cobran algunos deportistas o la cuantía de los premios de algunos torneos de tenis o atletismo. Podemos pensar, también, por ejemplo, en Rafael Nadal o en cualquier modesto maratoniano de los que ayer corrieron por las calles de Madrid. Podemos pensar en las personas, en las claves de su lucha o de su esfuerzo, en el que se entrena porque sí o en el que sigue compitiendo cuando cualquier motivación económica ya está claramente sobrepasada.

Podemos pensar en el deporte como rito de iniciación, como paradigma de la meditación zen, en el deportista como chamán o como guerrero. En el deportista que se esfuerza por superar un reto que está en si mismo o para vencer a un adversario. Y quizá podamos compararlo con el estudiante, que se enfrenta con la aridez de los libros, a su propia ignorancia, al dolor del esfuerzo, al desafío de los exámenes, a la competencia de sus compañeros, a la vara de medir del profesor. O compararlo con la aventura de vivir, desde que naces hasta que un día te despides con la sensación cierta de haber alcanzado los objetivos.

Podemos reflexionar sobre todo eso y podemos hacerlo desde el muchacho de 22 años que se propone y alcanza metas, habitualmente pequeñas (jugar mejor en el siguiente partido de lo que ha jugado en el que concluye), que acaban por situarlo en metas de mayor calado. Y podemos reflexionar desde el tenis, un deporte que representa como pocos el tránsito, sin solución, entre el éxito y el fracaso: hoy acabas un torneo vapuleado y te ofrece la oportunidad mañana de vencer en el siguiente torneo.

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