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domingo, 26 de abril de 2009

Café Comercial




Empujas una hoja de la puerta giratoria, la traspasas y no necesitas cerrar los ojos para tener la sensación de que no han pasado treinta años. El espejo con su repisa a la izquierda y la barra alta y acodada a la derecha te siguen recibiendo. Una descendiente de la vieja caja registradora continúa en el chiscón de camareros. En la sala, las mismas columnas, las mismas mesas de mármol, los mismos ventanales y el mismo rumor sordo de aquellos años contradictorios. Y, sin embargo, no parece ser el mismo.

La sala está llena de gentes desayunando. La mesa de entonces, en el centro de la pared de espejos, está ocupada por extraños, pero me la liberan cuando intentaba encontrar otra. Me acomodo con un ritual: me quito la cazadora, la doblo y la pongo a mi izquierda, y extiendo el periódico sobre la mesa. Manolo, que ya no preguntaba por la comanda porque se la sabía de memoria, ha sido sustituido por una amable camarera amerindia. Le pido un té con limón. Parece que todo esto funcionase igual: la vieja taza blanca con rodajitas de limón, la tetera de aluminio y el tique boca abajo.

No sé si uno viene a estos sitios a encontrarse con alguien o a cultivar la memoria. El grupo de italianos de mi izquierda, desde luego, se entretiene haciéndose fotografías. Algunos, antes, también, venían persiguiendo sueños, conspiraban por la III República y tomaban café. Seguramente ahora es lo mismo, pero no los reconozco. Vaya, por dios, tampoco me reconozco yo.


Me descubro pensando en una muchacha de resuelta melena rizada y gafas oscuras, con manoletinas fucsias, pantalón vaquero ajustado y camiseta negra que hace una hora iba en el metro, dándole pequeños sorbos a su botella de agua. Y recuerdo aquella película, Los amantes del círculo polar, la escena en la terraza de la Plaza Mayor. Entonces me doy cuenta de qué es lo que ha cambiado en el Café Comercial: no hay humo, nadie fuma, han desaparecido los ceniceros de Cinzano. Y le pongo nombre a la pasajera.

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