Empujas
una hoja de la puerta giratoria, la traspasas y no necesitas cerrar
los ojos para tener la sensación de que no han pasado treinta años.
El espejo con su repisa a la izquierda y la barra alta y acodada a la
derecha te siguen recibiendo. Una descendiente de la vieja caja
registradora continúa en el chiscón de camareros. En la sala, las
mismas columnas, las mismas mesas de mármol, los mismos ventanales y
el mismo rumor sordo de aquellos años contradictorios. Y, sin
embargo, no parece ser el mismo.
La
sala está llena de gentes desayunando. La mesa de entonces, en el
centro de la pared de espejos, está ocupada por extraños, pero me
la liberan cuando intentaba encontrar otra. Me acomodo con un ritual:
me quito la cazadora, la doblo y la pongo a mi izquierda, y extiendo
el periódico sobre la mesa. Manolo, que ya no preguntaba por la
comanda porque se la sabía de memoria, ha sido sustituido por una
amable camarera amerindia. Le pido un té con limón. Parece que todo
esto funcionase igual: la vieja taza blanca con rodajitas de limón,
la tetera de aluminio y el tique boca abajo.
No
sé si uno viene a estos sitios a encontrarse con alguien o a
cultivar la memoria. El grupo de italianos de mi izquierda, desde
luego, se entretiene haciéndose fotografías. Algunos, antes,
también, venían persiguiendo sueños, conspiraban por la III
República y tomaban café. Seguramente ahora es lo mismo, pero no
los reconozco. Vaya, por dios, tampoco me reconozco yo.
Me
descubro pensando en una muchacha de resuelta melena rizada y gafas
oscuras, con manoletinas fucsias, pantalón vaquero ajustado y
camiseta negra que hace una hora iba en el metro, dándole pequeños
sorbos a su botella de agua. Y recuerdo aquella película, Los
amantes del círculo polar, la escena en la terraza de la Plaza
Mayor. Entonces me doy cuenta de qué es lo que ha cambiado en el
Café Comercial: no hay humo, nadie fuma, han desaparecido los
ceniceros de Cinzano. Y le pongo nombre a la pasajera.
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