Nos
gobiernan los viejos. No digo la gente de muchos años, sino los
viejos, es decir, los gastados, los antiguos, los que tienen su
pensamiento anclado en el tránsito de la Edad Media a la Moderna,
cuando la última batalla de Granada, en 1492, montados en el caballo
que cabalgaba Isabel o Fernando, los mal llamados Reyes Católicos,
riéndose del último califa expulsado de su territorio, que lo había
sido por cerca de 800 años. O los que llegaron tras Colón al nuevo
continente para expoliarlo e imponer este mundo retrógrado y absurdo
del Concilio de Trento, a aquel mundo que no podían comprender
porque era otro e, incluso, tenía la piel de color distinto.
Inclusive más atrás se quedaron algunos de los que nos mandan en la
historia, allá por el 711, o más atrás, por el 476. Viejos de 20 y
de 70 años, y de cerca de los 90, todos viejos, perdidos en los
vericuetos de la historia antigua, que sentó las bases de esta
actualidad injusta, herederos del felón y corrupto Fernando VII. En
la España imperial, víctima del patetismo franquista. Carcamales.
No ancianos, no sabios, viejos, dogmáticos, antiguallas
prehistóricas que han decidido fastidiarnos la vida, imponiéndonos
un guión extraído de un palimpsesto.
No
sólo viejos, sino también idiotas y analfabetos, gentes que apenas
saben hacer la O con un canuto, pero que han sabido cómo hacerse con
títulos, nobiliarios o académicos, falsos muchos de los académicos,
porque se retribuyen entre ellos, y gratuitos todos los nobiliarios
para dar lustre a la palurdez, entendiendo por nobiliarios no sólo
los tradicionales, sino también todos los emeritazgos. Digo viejos,
pero no por los años, y digo analfabetos, aunque sepan leer y tengan
carreras, viejos y analfabetos porque son incapaces de mirar con ojos
resueltos hacia adelante y de ser sensibles con la naturaleza y sus
semejantes. Con el inevitable nuevo mundo que necesitamos, si
queremos sobrevivir como especie, bajo la condición de seres
humanos. Palurdos, aunque citadinos. Personajes de números y
estadísticas, que desprecian los nombres que constituyen los
números.
Nos
gobiernan los viejos y los cretinos, incluso casposos, porque no hay
nada más viejo en el mundo que la caspa y la estupidez. Aunque se
disfracen de modernos, y acudan acá y allá organizando campañas
publicitarias o escenificaciones y rituales propagandísticos, que
pareciera que los hace modernos, pero sólo son disfraces de
personajes menores, ni siquiera principales, de esta obra de
despropósitos, cruel e injusta, que escriben, dirigen y representan
otros en sus papeles principales. El traje no hace al monje, y
estamos ante el monje dogmático de siempre. Han cambiado de
herramientas, pero siguen con los mismos moldes fabricando los mismos
idolillos baratos.
Hace
un par de días se ha difundido un supuesto manifiesto en defensa de
la democracia en tiempos del coronavirus, cuyas firmas encabezan
Mario Vargas Llosa y José María Aznar, dos paradigmas de la vejez y
el cretinismo. Gentes a las que nunca ha interesado la democracia ni
se han comprometido con ella, salvo como parte de un argumentario. La
web del PP y la prensa lo han presentado como un manifiesto. En
realidad, apenas es un panfletillo de 281 palabras y 1856 caracteres,
lleno de lugares comunes, medias verdades y mentiras, que pareciera
haber escrito Esperanza Aguirre, una de las firmantes, aunque
seguramente lo haya redactado el hijo de Vargas Llosa, otro firmante.
Por
España firman los de siempre: los políticos mediocres y corruptos,
los intelectuales de pesebre, los economistas de la nómina neocon,
es decir, papagayos, y la nueva casta de empresarios, que no produce,
que no genera riqueza, especuladores y sacerdotes de la renovada
religión neoconservadora, cuya ocupación es la creación de
madrasas carcas, plataformas y foros para difundir su catecismo. Pero
son viejos, son los mismos, siguen defendiendo las mismas recetas,
aunque, ahora, a las viejas recetas les incorporen la deconstrucción
y un cierto acicalamiento.
El
mundo viejo agoniza, y, con él, el mundo entero, porque el viejo
mundo vive gracias a la destrucción del propio mundo en el que
depreda y devasta. Pero, mientras sale a la luz el mundo nuevo, en
medio de un parto prolongado y dolorosísimo, están ahí los mismos
de siempre, con trajes nuevos, con corbatas nuevas, con peinados
elaborados por los estilistas de moda, pero con el mismo lenguaje
morralla, olvidadizo del hombre, mientras permanecen ocultos,
aplastados por la inmisericorde bota del sistema, la savia joven, las
nuevas ideas, de ancianos y jóvenes, porque aquí la edad tampoco
importa, pero sensibles y sabios, las propuestas atrevidas, las
iniciativas renovadoras, que respetan a la naturaleza y defienden la
vida, otro modelo, que necesariamente acabará con éste.
Lo viejo está jubilado, ahora sólo falta que lo llevemos al cementerio.
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