El covid-19 que nos tiene recluidos
es una excusa para hablar de mi abuela. No de los abuelos, de mi
abuela, de una de ellas, mi abuela. No se puede hablar de los abuelos
en general, se puede, pero no tiene sentido. Hay muchos abuelos como
hay muchas personas.
Los abuelos que han muerto
abandonados en las residencias de ancianos, porque la lógica del
mercado los había convertido en un producto residual. O los abuelos
que han sostenido con sus pensiones, muchas veces de miseria, a sus
hijos y nietos abandonados por la crisis de 2008. O los que
mueren y morirán relegados, porque ya no son útiles ni productivos,
en favor de los jóvenes que tienen futuro, como hacen en Holanda o
propuso hace días el subgobernador de Texas. O los abuelos cabrones,
porque hay abuelos cabrones como hay jóvenes malvados. Aznar es un
abuelo y Trump es otro abuelo. El presidente de Hungría es un
abuelo. La presidenta de la Comunidad de Madrid será abuela algún
día, aunque no le gusten los abuelos. O la gerente del 112 de
Madrid, que seguramente también sea abuela, a la que se le muere la
gente en sus casas por el coronavirus, tras pasarse una semana
llamando a emergencias sin que nadie mande un equipo o una ambulancia
al domicilio. Pablo Casado de abuelo, explicándole a sus nietos la
hazaña del título en derecho sin haber leído una palabra del tema,
o su obsesión por tapar con banderas a los muertos, su obcecación por
comerciar con los muertos. O nosotros, yo mismo.
Pensar en los abuelos es también
pensar en Felipe González y en Alfonso Guerra. En los obispos de la
Iglesia, si los obispos pudieran ser abuelos, que quizás alguno lo
sea, pero no lo sepamos. ¿Alguien puede imaginar a Abascal, perdida
la prestancia del gimnasio, fláccido ya, tratando de subirse a un
caballo? Será patético verlo con su bastón, su paso vacilante y la
pistola todavía pegada al sobaco.
Decimos abuelos, pero podríamos
decir también abuelas, la señora Thatcher en su día, por ejemplo,
aunque en esta disquisición los abuelos arrasan.
Hoy me ha despertado mi abuela. No
las noticias de cada día, siempre las mismas, sino mi abuela. Y me
ha llevado de la mano a la ducha y luego al desayuno. Y me ha sentado
ante el teclado. Por eso estoy escribiendo esto.
Los abuelos son importantes en la
vida de uno. Ellos son la lucidez y la memoria.
Mi abuela murió cuando yo tenía
diez años recién cumplidos. Nos despedimos un día de finales de
diciembre hasta la semana siguiente y ya nunca volví a verla. Murió
el cuatro de enero. Fue un cáncer, que derivó en septicemia y se la
llevó por delante. Pudo haber sido terrible, porque se trataba de un
cáncer de estómago que hizo metástasis rápidamente. La septicemia
la libró del dolor y el sufrimiento. Nadie me dijo que había muerto
de repente. Simplemente dejé de verla. De golpe la abuela no estaba
y todos dejaron de hablar de ella. Veinticinco años más tarde supe
dónde se hallaba su tumba y treinta años después puedo visitarla
con frecuencia. Y hablamos.
Mi abuela me enseñó a hablar. No
era una persona culta, pero me enseñó a hablar. No me me refiero al
habla corriente, el habla común se aprende en casa, en la calle, en
la escuela, en un internado, en una cárcel, donde sea que esté uno
y escuche hablar a los otros. A decir o escribir cosas como éstas
que ahora escribo uno aprende en cualquier lado. Lo hacemos todos
cada día, todos los días de la vida. No tiene la menor importancia.
La escritura, el discurso diario no tienen la menor importancia. La
vida es vulgar y las palabras son corrientes y están hechas para
decir las cosas vulgares de un modo vulgar. Digo a valorar el
lenguaje y a amar las palabras. A entender que las palabras no son
inocentes, sino intencionadas. Que hay palabras para zaherir y para honrar, para el amor y para el odio, para el rencor y para el
perdón. A descubrir que, más allá de las nuestras cotidianas, hay otros palabras
para todas las cosas, incluso las más ordinarias. Que incluso las
palabras vulgares, es decir, casi todas las palabras, pueden ser
palabras dignas y hermosas si uno las emplea con amor y respeto, para el amor y la tolerancia. A
emplearlas con propiedad aprende uno más tarde y no siempre aprende
del todo. Escribir hoy, no sólo este texto concreto, se lo debo a mi
abuela. Ella me ha traído aquí de la mano y me ha dicho: ni se te
ocurra dejarlo. Con su voz firme y dulce. Ni se te ocurra dejarlo. Y
en eso estamos.
La vida deja de ser vulgar cuando la
traspasa la ternura. La vida merece la pena cuando hay amor de por
medio. Esto también lo aprendí de ella, que sólo sabía ser
amorosa y tierna, y resolvía los conflictos con una abrazo y la
palabra precisa.
Un día, yo debía tener cuatro o
cinco años, me agarró para transportarme como si fuera un paquete
bajo su brazo. Me había caído jugando en la calle y tenía las
manos raspadas y sucias. No lloraba porque había aprendido a no
llorar por esas cosas. Mientras me lavaba, me dijo que había la
palabra pequeño, aparte la palabra chico, para referirse a alguien
como yo. Yo era chico para jugar con esos mozancones con los que
jugaba y por eso me caía y me sollejaba. Chico o pequeño. Chico y
pequeño significaba lo mismo, pero chico la empleaba la gente vulgar
y pequeño era una palabra de los señores y las gentes de importancia, pero significaban lo
mismo y yo debía conocer y emplear ambas, porque las palabras son
cosas de todos. Me estaba diciendo que el lenguaje no es inocuo, sino una poderosa arma,
aunque eso yo lo entendiera mucho más tarde.
Como cuando me enseñó que también
estaba la palabra eructo para decir regüeldo. Regüeldo lo
empleábamos los palurdos y eructo la decían los señoritos, pero yo
debía guardar las dos palabras. Y que nadie me las arrebatara. La
palabra es el único bien que se comparte completo sin necesidad de
trocearlo. Una palabra es mía por entero, y es tuya por entero la
misma palabra, y lo es del pobre y del poderoso. La misma palabra. De
una palabra no hay migajas. Hay migajas del lenguaje, si se abandonan
u olvidan las palabras. O permitimos que otros nos las arrebaten.
Migajas en el lenguaje y migajas en la vida es lo mismo. Por eso
suelen ir juntas miseria e incultura. Un analfabeto y un pobre son la
misma persona. Una persona sin libertad es una persona a la que han
dejado sin palabras.
A la abuela le gustaban los
mojicones y me enviaba muchas tardes a la confitería a comprar dos
para la merienda. Y me daba uno. O me daba medio si sólo tenía uno.
Toma, decía, anda. Un mojicón es como una magdalena grande, pero
más esponjoso y dulce. Y me hacía prometer que no se lo diría a mi
madre, no sé la razón.
Otra vez me llevó a un bazar y me
compró unas gafas de ver. Entonces no había ópticas ni había
sanidad pública, los médicos se pagaban al punto o por igualas.
Había bazares donde se vendía de todo y aquél vendía gafas
graduadas. La abuela decía que parecía tener problemas de vista,
seguramente porque leía mucho. Exageraba la abuela: a leer de verdad
empecé más tarde, cuando ella ya se había ido y no podía
regañarme.
La abuela es culpable de que me
interesen tanto las palabras, de que lea y de que escriba, porque la
palabra es el único y verdadero patrimonio de que dispongo. Y no tengo que disputárselo a nadie.
Al virus, no, al virus lo vencerán
quienes saben de eso, científicos y profesionales de la medicina,
pero a los necrófagos sí los derrotaremos entre todos con las
palabras. Defendiendo las palabras y defendiendo el significado
correcto de cada palabra. Muerte, por ejemplo, justicia, solidaridad,
cuidados. Guerra, sin embargo, es una palabra extraña, no estamos en
guerra, estamos en una batalla por poder tocarnos.
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