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martes, 7 de mayo de 2013

Berlín, 1ª parte





En cualquier calle de Berlín puedes encontrarte una verja metálica separando la calle de un área verde, que podría parecer un jardín privado. Si te atreves a traspasarlo, lo más probable es que descubras que se trata de un cementerio. Lo dice en un cartel de la propia verja, pero el alemán es un idioma difícil y no entiendes la leyenda. Así que te sorprendes andando de repente entre árboles esbeltos y tumbas de todo tipo, que parecen darte la bienvenida. Podría ser un trozo del Retiro o del Parque del Oeste, no hay nada trágico o sobrecogedor como en los cementerios de España, sino amigable. Puedes pasear por ahí y disfrutar del denso aire vegetal que lo inunda. Y puedes sentarte, hay algún banquito, o beber agua o lavarte las manos, hay una fuente a la entrada, por lo menos. Y puedes leer un libro. O pensar. O no hacer nada. No hacer nada es hacer muchísimo.
Caminando por Chausseestraße, a la altura del 125, encuentras uno. Se llama Dorotheenstädische. Le entrada se hace bordeando la fachada de la casa donde vivieron Bertolt Brecht y Helene Weigel, su segunda mujer, los últimos años de su vida, que hoy es un centro cultural, donde se guarda su archivo y biblioteca. Antes has pasado por una floristería próxima que, aunque es temprano, está abierta, y has comprado dos ramos de tulipanes, uno rojo y otro amarillo, podrían ser blanco y anaranjado, por ejemplo, habrías preferido blancos, pero sólo hay ramos rojos y amarillos, has cruzado la acera, has entrado, has recorrido el pequeño pasillo de tierra, quince o veinte metros, más o menos, has observado un cartel sin entender nada y Clara pregunta en correcto alemán a la jardinera, que lleva un rastrillo en la mano. Ha señalado el cartel con cierta displicencia, quizá porque está harta de que todos le preguntemos lo mismo, y al final ha indicado otro pasillo, no es una calle, es otro sendero como la entrada, el primero a la izquierda conforme entras, y están allí, enseguida, a unos pocos pasos, como agazapadas tras un murete y apoyadas en otro de ladrillo rojo, dos pedruscos que alguien debió elegir con sus nombres grabados: Helene Weigel y Bertolt Brecht. Nada más. Ni signos. Ni fechas. Unos rectángulos de césped que van de la pared al sendero. Es un rincón donde se resume todo el teatro épico europeo. Pero a estas alturas a él ya debe importarle un pepino. En realidad, él sólo quiso contribuir a cambiar el mundo y hacerlo mejor y más justo. Así que cojo un florero que encuentro tras el pedrusco, separo la mitad de cada ramo de tulipanes, cinco y cinco, los coloco en su interior y clavo el florero en el suelo, a duras penas a pesar de que dispone de un rejón a propósito. Me viene a la memoria el poema de Celaya donde dice que “la poesía es una arma cargada de futuro” y que “maldice la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales”, y se lo digo. Cuando no se tienen dioses la poesía es una forma de oración que nos transforma.
Enfrente está la tumba de Hegel, un poco más ostentosa, con un pequeño monolito con su nombre y fechas de nacimiento y muerte, donde Clara deposita en otro florero las otras mitades de los ramos.
Hay que venir otro día, ahora que ya sabemos el camino, y sentarnos.


NOTA.- La foto está sacada de la red. Las que hicimos están en el laboratorio revelándose.

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