Ya he dicho que no sé nada de pintura. También he dicho que, en general, no sé nada de arte ni de nada, no sé nada de nada. Como los demás, más o menos. Quizá sepan algunos de algo, hay algunos que saben algunas cosas, pero la inmensa mayoría parece que sabe. Hay un saber que también es mercadotecnia.
Siempre recuerdo un ejemplo. Alguien conocido, hace años, que escribía críticas de libros en un periódico importante. Entonces yo era más torpe que ahora y le pregunté cómo hacía para leer dos, tres o cuatro libros a la semana, y escribir después sobre ellos. Además de las clases. No los leía, esa fue su respuesta, criticaba de encargo. Leía las solapas, la contraportada, unas páginas salteadas del interior, una de aquí, otra de allá y otra de acullá. Le decían “tantas palabras” y él redactaba un crítica con ese número de palabras. Como si hubiera leído el libro de pe a pa. Ni siquiera sabía en ocasiones quienes eran algunos autores; el nombre, sí, claro, los nombres nos suenan a todos. No indagué si también se dedicaba a la enseñanza por encargo.
Así que miro con profundo escepticismo los suplementos literarios del fin de semana. Y no me extraña que a Pedro Ojeda apenas le queden para leer 20 de 400 páginas impresas de prensa.
Por extensión, me suelen decir poco el catálogo de una exposición, la reseña de una obra de teatro o de un espectáculo de danza, o un tríptico o un manual de esos que se redactan para la ocasión. Suelen ser loas por amistad o por encargo.
La concepción cartesiana del conocimiento ha hecho mucho daño al saber mismo. Y, sobre todo, al placer que se deriva del hecho de conocer. Requiere trabajo, por supuesto, los placeres más intensos y duraderos sobrevienen después del esfuerzo, pero es, sobre todo, placentero. Saber, conocer parece una cosa exclusiva de especialistas. Se cuidan ellos de que lo parezca creando lenguajes crípticos, propios de su disciplina. Saber, sin embargo, muchas veces, tiene que ver más con las emociones que con cualquier otra forma de acercamiento a las cosas. Yo me aproximo a los objetos, a los hechos, a las historias, a las preguntas, a la ciencia, a la literatura,... por las emociones que me producen en muchos casos. A la pintura, a la escultura, a la música, por ejemplo. A las personas, también, desde luego. Las personas son una fuente de conocimiento. Siempre digo que los libros me eligen, yo no los elijo a ellos. No entiendo muchas veces el lenguaje de esas artes o no lo entiendo, al menos, de la manera que lo expresan los eruditos, pero entiendo lo que me están contando. Antonio Damasio (El error de Descartes, Ed. Crítica), gracias a dios, se pone de mi parte. La emoción, dice él, participa del conocimiento, incluso de las decisiones y el razonamiento.
Cuando miro un cuadro o leo un poema sé lo que me está contando, habla sólo para mi. Y para ti, si eres tú quien lo está mirando. Nos interpela a cada uno de nosotros personalmente. Y, si no entiendo su mensaje, tampoco pasa nada, es como un texto en chino, para mi ya no es un cuadro o un poema. También hay farsantes que dicen pintar cuadros o escribir poemas. Al conocimiento, al saber, a cualquier saber o conocimiento, uno se acerca desde la inocencia, como se acercan los niños. El sabio es el más inocente de todos los seres humanos.
Un ejemplo más. Paloma, una amiga, pintora mediocre, no se enfada, lo sabe, pero extraordinaria componedora de formas. Con la técnica del esmalte, para ser más exacto. Sus piezas, pequeñas o grandes, tenían el extraño poder de atraparte. Exudaban sangre verde y azul o naranja, amarilla, añil, con marcas como huellas o pisadas, las piedras, los trozos de cemento o los cantos, como si hubiera órganos en el interior de aquellas piezas minerales. Exponía en Zamora, una promoción de la obra social de una caja de ahorros. Y me pidió que escribiera algo para el catálogo. Me mostró las fotos y me dijo: escribe algo. Una solicitud amable o un traje cuatro o cinco tallas más grande. ¿Y qué digo? Lo que me sueles decir normalmente, es decir, que escribiera las tonterías que solía comentar sin rubor habitualmente. Describí emociones. Nadie supo que aquello lo había escrito un ignorante.
Hay quien no va a una exposición o a una ópera -es un ejemplo- porque entiende que son propuestas para gentes “ilustradas”, cuando la obra, sea cual sea, necesita vernos para hablarnos. Es como un plato de comida, cualquiera puede probarlo. Tanto si es de Adriá como si es de la abuela del pueblo. Entre Adriá y la abuela hay mucho cocinero que conoce la sofisticación de los platos pero no sabe nada de cocina.
El arte, cualquier manifestación artística, empieza por alterar las emociones y acaba por ser una emoción en sí misma. No una emoción cualquiera, una emoción placentera. Eso nos hace mejores, más sabios. En otro caso no es arte. Puede ser un negocio, pero no es arte.

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