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jueves, 19 de marzo de 2020

Covid-19 y la democracia



Cuando pasen estos días, que pasarán, porque nuestra sociedad superará este ataque furibundo del brote vital más primario y primigenio que es el covid-19. Elemental y primitivo, pero poderoso, muy poderoso. Cuando podamos decir que hemos llegado al final de la batalla y que hemos derrotado al enemigo. Aun con muchos rotos y descosidos, económicos, sociales, familiares, personales, intelectuales y emocionales, porque no resulta fácil recolocar en nuestra vida tanto desbarajuste repentino, que habremos de afrontar en las siguientes semanas y meses, quizás años y aun generaciones. Aunque el enemigo ha venido para quedarse entre nosotros y nos dará sustos con cada mutación que se pergeñe. Pues entonces, cuando podamos decir que estos días han pasado, habremos de mirar a nuestro alrededor, no sé si con calma o soliviantados, mirar, al camino recorrido, voluntariamente o arrastrados, a nuestro interior convulso y despistado, al mundo y la sociedad que nos hemos venido dando, consciente o inconscientemente, tal vez sin pensarlo, o que nos han colocado a machamartillo, porque sí, a la fuerza, lo tomas o lo dejas, y lo tomamos sin ofrecer apenas resistencia, y adoptar, individual y colectivamente, con consciencia y responsabilidad, como personas y como sociedad, muchas decisiones fundamentales en orden a superar el tremendo trauma que nos provocará este golpe terrible, así sobre nuestro futuro más inmediato, como a medio y largo plazo. Sobre nuestras pequeñas y miserables vidas de mañana mismo y sobre las vidas que estamos a punto de dejar a nuestros hijos. Muchas decisiones para lo próximo inmediato y muchas decisiones de futuro. Para no olvidar el camino que nos ha traído hasta este desastre y evitar repetirlo. A este desastre y a los demás desastres, que ahora pareciera que hemos dejado a un lado, pero siguen ahí, como un hacha sobre nuestras cabezas: la degradación del planeta hasta la extinción de cualquier forma de vida, la exacerbación de un mundo cruel y competitivo, la degeneración de la democracia, etc.
La libertad es un ejercicio por el que cada uno se hace cargo de su vida, y obviarlo acaba con la libertad y alimenta el fascismo. Lo escribió Erich Fromm en El miedo a la libertad hace 80 años, y yo no dejo de darle vueltas desde que nuestros sistemas democráticos empezaron a resultar comprometidos.
Así que, ahora que estamos encerrados y sólo tenemos dos opciones, perder el tiempo o aprovecharlo, además de hacer yoga o gimnasia sueca, despotricar o darle al whatsapp, podríamos pensar. Pensar. No sé si suena raro. Pensamos tan poco. En lo que somos, por qué, de dónde venimos, esas preguntas de primeros pasos de filosofía, cómo hemos llegado hasta aquí, a dónde queremos ir, en qué mundo estamos y qué mundo estamos construyendo, si esto es lo que queremos o nos estamos dejando ir, aunque el final de la ruta sea el abismo. El covid-19 es el borde del abismo. Pero no sólo el covid-19, también los 52 diputados de Vox en el Congreso, y que Casado no haya hecho la carrera de derecho, pero tenga el título de licenciado, y salga todos los días a la palestra a darnos lecciones, porque quizá no hayamos sido buenos. El covid-19, Vox y Casado, digo Casado pero quiero decir PP, derecha en general, política o económica, no son elementos ajenos, sino parte el mismo sustrato, que se necesitan y mutuamente se nutren, hilos distintos de la misma trama en la que ahora estamos atrapados.
Cuenta Carlos Taibo en su muro de Facebook una anécdota sobre la antropóloga Margaret Mead. Le preguntaron su opinión sobre cuál entendía ella que era el primer signo civilizatorio de la humanidad. Y no dijo cerámicas o peines de hueso, herramientas, no, dijo: “El primer signo civilizatorio en una cultura antigua es un fémur roto que luego sanó”. Porque alguien tuvo de proteger y curar al accidentado o se lo habrían comido las alimañas. El primer signo civilizatorio es el cuidado. Los cuidados nos hacen civilizados y humanos. Esto también lo dice Alba Rico. Lo que nos hace humanos y civilizados estos días de cuarentena son los cuidados. Lo que nos libra de la materia encarnada del mercado y nos devuelve la humanidad de los cuerpos arrebatada por el capitalismo. Preocuparnos por el otro por el mero hecho de ser humano, el otro, desamparado, aislado, amenazado, solo, débil, humano.
Pensar. Abandonar nuestro particular universo de mezquindades cotidianas, para entregarnos, siquiera un rato al día mientras dura esto, a la generosidad que exige siempre pensar más allá de nosotros mismos, para pensar en el otro y en todos. El yo, pero el nosotros. Porque esta tragedia es de todos. De todos. Todos como colectivo, porque no podemos ser cada uno, esto ya lo sabemos, si no somos todos. O salimos adelante todos o no sale adelante nadie.
El Decamerón surgió de una crisis como ésta. Fue la respuesta de un sector social acomodado y egoísta, para quienes los seres humanos carecían de importancia si no eran de los suyos, y que podía perder su tiempo en contarse historias, mientras la mayoría del pueblo caía bajo el golpe mortal de la peste. El covid-19 es nuestra peste del siglo XXI. En el siglo XXI, ninguna élite, por muchos recursos que tenga acaparados, podrá sobrevivir a la hecatombe de la sociedad en su conjunto. Hemos expulsado la explotación y la miseria extremas a otras partes del mundo donde pueden soportarlas, para tener más prendas en nuestros armarios y más baratas, pero no podemos contener un virus que no necesita pasaporte para moverse ni distingue entre las carnes de unos miserables u otros. El Decamerón de Boccaccio es de mediados del siglo XIV. Supongo que algo habremos aprendido en estos seis siglos y medio. Aunque hoy, hoy mismo, se siguen fletando vuelos de Munich a Jerez para echarse unos hoyos en uno de los campos de golf de los nuevos señoritos andaluces. En el siglo XIV se contaban cuentos y en el XXI juegan al golf alegremente. Es la manera que tienen de ser frívolos los adinerados modernos.
En nuestra reflexión pendiente, quizás una de las primeras cosas que debamos hacer sea elaborar la lista de aquellos para los que no contamos. Aunque digan lo contrario, pero son palabras. No son muchos, pero conviene tenerlos anotados. Porque son poderosos y porque vendrán después, como van las hienas a su pitanza.
Nosotros estamos encerrados, con la única licencia de salir a sacar al perro o acudir al supermercado. Y no podemos permitirnos el lujo de salir a jugar al golf ni dedicar el tiempo a idear historias de burgueses acomodados. Esperando, también, el mensaje de un rey demediado, atropellado por la historia y sus desmanes, que no nos dirá nada, no ha dicho nada, ya ha hablado y no ha dicho nada, aunque se dirigió a nosotros, dijo que se dirigía a nosotros, aun cuando su pensamiento y su corazón estuviera con los que juegan al golf en Jerez o en cualquier otra parte, en el Club la Moraleja de Madrid, por ejemplo, con los que se junta o hace yoga y se echa unos chascarrillos, tras reparar con unos listones la pata rota del trono.
Estamos solos. Con tiempo para pensar. Pensar es el primer ejercicio de libertad. Con la obligación de pensar en este desastre que amenaza con llevarnos por delante. De pensar en este mundo que hemos permitido que nos construyan, que, en definitiva, entre todos hemos venido construyendo, este mundo roto, injusto e insolidario, que necesita ser destruido y destruirnos para permanecer sin cambios, y en el mundo que legaremos a las generaciones siguientes. Si creemos en la libertad y en la democracia como los elementos constitutivos esenciales de las sociedades humanas o si, por el contrario, permitimos que se nos conduzca al mundo oscuro de los iluminados, tal como vienen propugnado el neoliberalismo y el fascismo reinventado, que se arropa con banderas para excluir todo vestigio de humanidad compasiva y rebelde. Si creemos en la justicia, en la solidaridad, en la igualdad entre todos los seres humanos, en los valores que nos legó el republicanismo ilustrado, en el respeto a la vida de todos los seres vivos, en la dignidad esencial de todos, si apostamos por la empatía y aborrecemos el sufrimiento. Si entendemos que el ser humano ha de ser la referencia y el centro de cualquier reflexión, de cualquier orientación o decisión, por lo tanto, por encima de cualquier otra circunstancia, más si es económica o de cualquier otro interés de cualquier minoría privilegiada.
El covid-19 ha penetrado porque le hemos abierto la puerta, porque ha encontrado una sociedad desamparada, con los recursos mermados, consecuencia de un diseño deliberado del capitalismo salvaje actual, que ha sido capaz de reconstruirse en cada una de sus crisis desde su nacimiento, aunque con herramientas y métodos distintos cada vez, pero siempre con el resultado de más pobreza para los pobres y más segregación para los abandonados. Y, últimamente, desatado ya y más predador que nunca, con ataques y restricciones a la libertad, la de expresión y la de movimiento, muy principalmente, y a la democracia. La democracia es, desde hace tiempo, un recurso más del sistema, que se estira y se encoge a conveniencia, un producto más de comercio, como son las patatas y nuestros cuerpos. El odio al diferente, por ejemplo, no es una perversión de nuestras conciencias, sino parte de un plan para convertirnos a todos en manejables. Como el recurso al miedo. La excusa del terrorismo para toda circunstancia tampoco es nada inocente. O el uso del lenguaje, como llamar privatizaciones a lo que no deja de ser un expolio. ¿No son el desmantelamiento de la sanidad y la escuela públicas decisiones conscientes y deliberadas?
El covid-19 ha puesto en peligro nuestras vidas, aún lo están, pero, finalmente, sólo adelantará la muerte de unos cuantos de nosotros, seguramente muchos, cuyas defensas ya nos tenían abandonados o al borde del desahucio. Pero lo que el covid-19 de verdad ha puesto en peligro, y ésta es la clave, es nuestro sistema de derechos fundamentales y libertades, y nuestra democracia, por más que nuestra democracia ya viniese muy averiada.
Una sociedad no se construye con grandes palabras sin sustancia, aunque algunos quieran reducirla a las grandes palabras sin sustancia. Patria, bandera, monarquía, democracia, libertad,... no son nada si no se arman con el material de las pequeñas palabras, las insignificantes palabras diarias, sobre las pequeñas convicciones, las decisiones rutinarias, los rituales ciudadanos en la calle, los actos cotidianos, los desapercibidos guiños que se tejen o destejen en torno a nuestros corazones y nuestras almas cada día. La sustancia de las palabras son las personas que las sostienen con su vida diaria y las pronuncian con el respeto que supone comprometerse en mantener su significado intacto. Una catedral gótica sólo es posible si hay la piedra labrada para edificarla, y requiere que en la piedra esté contenido el espíritu de la catedral completa. Las grandes cosas sólo son posibles a partir de las pequeñas cosas diarias, las insignificantes, incluso las que pasan desapercibidas, los gestos que hacemos y nos hacen otros. Los amables y los odiosos. También con algunas cosas y algunos gestos normalizados, aceptados sin resistencia por cotidianos, pero que, vistos hoy desde el claustro, ya nos parecen obscenos. Patria, por ejemplo, en algunas bocas es una palabra rancia y sucia. Como que un deportista multimillonario nos dé lecciones de moral y de patriotismo, mientras él se cuida de proteger sus ingresos en paraísos fiscales. La primera decisión, o una de primeras que quizás hayamos de adoptar al final de nuestra cuarentena, si durante ella lo pensamos, es que este deportista, y cuantos son y se comportan como él, deje de tener reconocimiento social y, si se me apura, que sea declarado proscrito. Las palabras no pueden ser meros sonidos articulados sonando a hueco. No pueden serlo, pero ahí tenemos al hato de sinvergüenzas que ocupan las tertulias de la televisión y la radio y nosotros no los apagamos.
No se puede hablar de monarquía si el monarca que la encarna es un delincuente, un corrupto, como lo vienen siendo todos los de su estirpe desde su llegada al trono de España. Unos más y otros menos, a espuertas o a esportillos, todos han robado. No están con nosotros quien mantiene una cuenta en Suiza con dinero opaco. No son como nosotros ni son unos de los nuestros, nos tratan como a súbditos, en este tiempo en que nos habíamos ganando el título de ciudadanos. No se puede hablar de bandera o de patria desde los chiringuitos partidarios que esquilman los recursos públicos para abrir cuentas en paraísos fiscales o pagarse sus campañas electorales. No se puede hablar de decencia desde la putrefacción ni de responsabilidad ética desde la indigencia moral. Y nosotros no podemos guardar respeto alguno por quienes hacen ese uso odioso y mezquino de cuanto nos quieren vender como sagrado. Lo único sagrado es la vida y el ser humano, no cualquier vida, no cualquier ser humano, sólo aquélla y aquél que no valgan ni más ni menos que ninguna y que ninguno.
Pensar. Tomar nota. Para no olvidar. Tendemos a olvidar cuando salimos de la zona cero. Hacer las dos columnas: con los propósitos y con los errores (y/o los horrores). Con los atropellos y con las conquistas de la determinación y el esfuerzo. Con las buenas palabras que resultaron ser el envoltorio de la mentira. Con el calor de las buenas gentes. Con la corrupción y con la solidaridad. Para separar la paja del grano y distinguir a los charlatanes de la gente honesta. Para identificar quién se ha tomado esto como un negocio y quién no tiene interés en negocio alguno, porque entiende la vida como un recorrido en el que aprendemos y nos cambiamos.
Cuidar, cuidarnos. Amar, amarnos. Estos días que la cuarentena no permite siquiera un beso o un abrazo. Cuidar, amar, cuidarnos, amarnos, pero sentar las bases para que lo normal sea cuidarnos y amarnos.
¿En cuánto dicen que han implementado el presupuesto sobre el el covid-19 para poner orden en el desbarajuste criminal de las residencias de ancianos? ¿200 millones de euros? Más o menos los ingresos, entre fijo y contratos de imagen y publicidad, de Lionel Messi en un año. Pues ahí lo tenemos. Para pensarlo. Porque Messi está ahí porque nosotros hemos decidido pagar con nuestro dinero esa obscenidad. Y Messi sólo es un ejemplo, porque es así como funciona esto. Y funciona así porque nosotros hemos decidido que nos parece bien, dando por bueno un relato que convierte la injusticia en lo normal y cotidiano.

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